Caracas, demente culebra. Luiz Javier Hierro

 Caracas, demente culebra.

LUIZ JAVIER HIERRO


Toda culebra mía es caraqueña. Y yo soy el doctor Scholl de Manuel Cabré y Pérez Bonalde limándole los callos a la Ifigenia aquella que bostezaba. Caracas puede ser de todo menos un bostezo. Mi ciudad es un carajazo en la cara, un corneteo, un piropo malsonante a la entrepierna femenina que transita las aceras vueltas mierdas. Pero Caracas es también la cuna que me arrulló y me ha arrollado todos estos años archivados por décadas en mi memoria. Nací en Caracas aunque siempre he sido el hijo del musiú y la musiúa (el corrector de Word se empeña en advertirme que abuso de palabras que no existen dentro del catálogo cimbrado por sus ortodoxias). El carajito melenudo con mascarilla de acné que transitó bachillerato en Humanidades y se graduó, de una, en la UCV. El joven largirucho y encorbatado que le enmendaba los discursos y presentaciones y misivas y cuanta monserga había que escribir o pronunciar a sus jefes habituales. Eso sí: en la misma empresa. Me aferro a los hábitos como si fueran barrotes y allí dentro me encierro. Es mi panic room sin Jodie Foster. Me encanta el cine. Evito los lunes populares, los martes selectos, los miércoles de estrenos, las funciones de medianoche y los fines de semana. Voy al cine cada jueves a la función de las siete. Con mi cajita feliz compuesta por vaso gigante de nestéa, bolsita de merey y Miramar de Savoy.


Las culebras se matan por la cabeza. De un solo golpe, sin aviso, sin errata, sin enmienda. Jamás me ha agradado sentir que tengo que andar cuidándome las espaldas. Así me he librado, una a una, de cada culebra que ha puesto en riesgo mi sosiego. No en vano trabajo en una compañía de seguros vinculada a un consorcio financiero que concentra casas de cambio, bancos de inversión, empresas de seguridad y transporte de valores, alquiler de vehículos, agencias de viajes y franquicias inmobiliarias. Los gerentes rotan y yo sigo allí, inamovible, en mi despacho esquinado del tercer piso con vista al Ávila. Equidistante del baño de caballeros y del cuartico del café.


Mis jueves de jolgorio dosificado, después del cine, me voy a la tasca de Chacao donde doy buena cuenta de un par de cervezas negras y mis raciones habituales de croquetas y tortilla ibérica. La única indulgencia que me permito es el camembert con membrillo. Me eximo del café después de las cinco de la tarde para no sufrir el incordio de “perder el sueño”, esa frase hecha de ovejas en tropel despeñándose, justo hasta la raya amarilla, por las escaleras mecánicas del Metro.


Sueños son los que me invento, cada sábado, en las sesiones con el psicólogo. Presumo de tener una ingente factoría onírica dentro de mi cabeza. Mi cara de póquer (“rostro de Buster Keaton”, acotaba siempre mi madre) me posibilita pronunciar delirios tremebundos tumbado sobre el mullido diván de semicuero carmelita oscuro en el consultorio de mi pálido “doctor Lecter” domiciliado en La California Norte. Mi “Hannibal” creole toma notas en su libretica mientras pestañea abanicando sus anteojos bifocales. Yo le lleno el consultorio de personajes, de gente que llega a joderme, que me grita, que me ignora o que se enemista conmigo irremediablemente.


_¿Ellos se conocen entre sí?


_ No, Dr. Alea.


  • ¿Y cómo es que se ponen de acuerdo para joderte? Vamos a dejarlo así por hoy. A partir de la próxima semana el valor de la consulta se va a duplicar.


Yo sé que los lacanianos -esa estirpe de sujetos silenciosos que parecen entenderse solo entre ellos- maniobran así para marcar cosas en el análisis, pero quiero insultarlo. No lo logro. Una sonrisita cortés amordaza el insulto y tácitamente acepto el aumento. Alea es el único con quien no puedo matar la culebra. Psicoanalista no es gente. Psicoanalista es espacio vacío, boxeo de sombra, pero gente no. Así no se puede matar culebra. No con ellos, al menos. Dicen que París y Buenos Aires son las mejores ciudades para psicoanalizarse. París porque allá es natural que nada logre esclarecerse por completo, y Buenos Aires porque el psicoanálisis es otra de sus formas de melancolía. Pero Caracas tiene madera también, porque Caracas vive según los dos grandes principios que, según Freud, rigen los sueños: la condensación y el desplazamiento. Caracas presenta  antítesis destinadas a no sintetizarse jamás, a vivir pegotedas, y a empujones en un círculo de Yin-Yan que parece un escupitajo: la basura se enquista en las rendijas del arte cinético, en la noche hay contrapunteos de sapitos y disparos. El desplazamiento no se queda atrás, Caracas nos muestra una cosa por otra; los semblantes engañan, y todos cuantos se presentan como subrogados de otros abyectos desfilan en un eterno Miss Venezuela: Miss solidaridad, Miss mejor país del mundo, Miss yo no soy racista, Miss mujeres más bellas del planeta, Miss xenofobia ni de vaina. Y nosotros orgullosos: unos tres millones de Osmelitos aplaudiendo de pie. Pero en el fondo, los caraqueños  no nos caemos a coba, y somos caraqueños porque también  sabemos reconocer a Caracas en cualquiera de sus desfiguraciones y en todos sus engaños. Inclusive en los terminales  de la provincia, cuando el voceador del bus que está por salir a la capital grita con voz   metálica: ¡quereques, quereques, quereques, quereques!, descubrimos a Caracas en esa sucesión frenética de ees que se marginalizan en la periferia de su fonética.


El Caraqueño experto puede, inclusive, encontrar espacios para reflexionar en medio del tráfago de la ciudad. Mientras espero la camioneta, con la mirada vaga sobre la puerta de la torre Orinoco, en cuyo sexto piso, oficina 6-14, el desgraciado de Alea me acaba de comprometer el suelo para aflojarme el discurso, pienso en devolverme, en no calarme esta vaina. ¿Qué pasa si subo y se lo digo?: que no le voy a pagar más, que yo no puedo, que o como o siglo hablando pendejadas en el diván. Es más, que me voy pal coño de una, no sea marico. Ya son seis años en este jueguito de enigmas y silencios y no me la calo más. ¡No joda, hoy es el día en la que yo no me la calo más! Empiezo a caminar hacia la torre justo en el momento en el que Alea sale de ella rumbo al estacionamiento de en frente. Lo veo comenzar a pasar la calle, el metrobús en cambio no. Es un Busscar de los viejos, con los colores del Metro desconchándose tras la humareda que suelta. El frenazo terminó sonando como a cosa metálica, como a hierro con hierro.  Soy el único que no corre hacia el accidente. Me quedo inmóvil mientras la gente me pasa por los lados y pienso: “el Metro, la gran solución para Caracas”.

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