Y2K Mirco Ferri.

 Y2K


Acababan de dar las 9:30 de un viernes de mediados de marzo del año 1999. Arturo Sandoval era el único programador que quedaba trabajando en el departamento de sistemas de la empresa, a esa hora; ya todos los demás se habían ido. Pero él estaba atrasado en su cronograma, debido al reposo que hubo de guardar por causa médica. Un virus que se le complicó, aparentemente, aunque nunca se supo la razón real. Los médicos, cuando no saben lo que le pasa a alguien, recurren al expediente del virus. Y recetan reposo, mucho líquido, y exámenes de sangre periódicos, que tampoco sirven de mucho salvo para chequear los valores de las plaquetas y los glóbulos blancos. Sea lo que fuere, perdió dos semanas de un tiempo precioso, y el dead line no se desplazó por su enfermedad. El proyecto era crucial para la empresa. Y tenía una fecha límite, impostergable por su naturaleza. En la gran pizarra del departamento había una sigla que estaba prohibido borrar: “Y2K”. En caracteres gigantes, y en rojo urgencia. 

“Y2K”: las siglas con las que se rubricó el fenómeno informático de finales de siglo pasado. Acrónimo de “year two thousand”. Año dos mil, en nuestro idioma. Fue la consecuencia de la necesidad de ahorro de espacio en las memorias de los computadores, y la falta de previsión globalizada. Al principio de la era informática, el espacio de almacenamiento en los ordenadores era muy escaso y muy caro, por lo que los programadores de entonces buscaban acortar el tamaño de la información que se debía almacenar. Una de las maneras predilectas para lograrlo fue la de omitir los dos primeros dígitos del año, en los campos de almacenamiento de fechas. Es decir, para guardar un día determinado, digamos el diez de junio de mil novecientos sesenta, se registraba lo siguiente: “10/06/60”, en vez de “10/06/1960”. Se asumía que todas las fechas correspondían al siglo veinte, por lo que se tornaba innecesario especificarlo. Al pasar el tiempo, los costos de la memoria se abarataron, y el espacio ya no fue un tema importante, por lo que los nuevos sistemas comenzaron a expresar de manera completa esa información; pero a nadie se le ocurrió que dentro de sus computadores había una bomba de tiempo que iba a estallar el primero de enero del año dos mil, si no se tomaban las medidas necesarias. Muchísima data histórica carecía de la información referente al siglo, y al llegar a ese día, de no tomar las medidas pertinentes, se produciría un descalabro de dimensiones enormes. Todas las grandes empresas, con mucho tiempo de fundadas y por lo tanto con enormes cantidades de información histórica, tenían una espada de Damocles sobre su cabeza: necesitaban revisar exhaustivamente todos sus sistemas, sus bases de datos, sus reportes, para corregir la ausencia de ese par de dígitos que, de no añadirse, podrían hacer colapsar sus operaciones, dada la enorme confusión creada por la ambigüedad de unas fechas que no podía precisarse si correspondían al siglo pasado o al actual.

La empresa en donde trabajaba Arturo, una de las principales compañías aseguradoras del país, no se libró de esa tarea. Después de una fase previa de diagnóstico, contratada a una firma de consultoría que cobró una millonada y tardó cerca de un año en producir resultados, todos los empleados del departamento de sistemas se abocaron a la tarea de remediar tanto los programas como la data comprometida. A cada programador le tocó trabajar en unos mil programas. Habían comenzado tarde, por culpa de la demora de la consultora, así que trabajaban a marchas forzadas. Tenían una fecha límite, el 31 de agosto. Para ese día debían estar remediados todos los programas, para comenzar con la fase de pruebas integrales. 

Arturo había ingresado como personal fijo de la empresa un par de años antes. Era su primer trabajo estable;  antes, tras haber conseguido su título universitario en un instituto privado, había estado a destajo en diversas empresas, y también hizo algunos proyectos por su cuenta, pero ya a sus 28 años sentía que necesitaba algo de estabilidad y terminó por aceptar la oferta que le hiciera el gerente de sistemas de la compañía, que había sido su profesor y conocía sus habilidades. Después de un par de meses de entrenamiento y aprendizaje sobre el proceso de negocios propio de ese tipo de empresas, lo ubicaron en la unidad de proyectos especiales, y cuando le llegó el turno al “Y2K” lo involucraron en él.

Arturo estaba concentrado frente al destello de fósforo verde que emitía el terminal en donde estaba trabajando, así que no se percató de la presencia que lo estaba mirando. Fue solamente después de que ella dijera: “Disculpe, ingeniero. Acabo de colar un poco de café. ¿Quiere que le sirva un pocillo?” que él se dio cuenta de que no estaba solo en la gran sala. Se trataba de una empleada de mantenimiento, una mujer joven, que no llegaría a los veinte años. Arturo decidió aceptar la oferta, más que todo para no hacerle un desaire a la muchacha, y para hacer una pausa, ya que tenía planificado quedarse un par de horas más.

La mujer le sirvió el café en un vasito plástico, y se lo acercó al escritorio. Arturo soltó un escueto “gracias”, pero en seguida se arrepintió de su brusquedad, y decidió invertir un par de minutos en una charlita intrascendente para retribuirle de alguna manera el gesto. 

—No sabes cuánto te lo agradezco, de verdad. Por cierto, me llamo Arturo, ¿y tú?

—Yubiri.

—Mucho gusto, Yubiri. ¿Eres nueva, no? Creo que no te había visto antes.

—Tengo quince días aquí, pero usted sabe cómo es, nos rotan de compañía en compañía. No sé cuánto tiempo me voy a quedar.

Arturo no pudo dejar de notar que, debajo del burdo uniforme azul que tenía puesto Yubiri, se adivinaba un cuerpo para nada desdeñable. Le puso mayor atención, y vio que sus facciones, aunque no se trataba de una belleza, eran simpáticas. Lo único poco armonioso en su rostro era la mandíbula, que sobresalía prominente debajo de una naricita un poco respingada. Sus ojos eran oscuros, así como su pelo, que llevaba largo. Su tez era morena clara.  

Esa noche la conversación quedó allí, pero a Arturo comenzó a intrigarle la muchacha. El lunes siguiente no la vio, a pesar de pasearse por todo el edificio simulando buscar algunos papeles. Llegó hasta el extremo de preguntarle al supervisor de servicios generales por ella, con alguna excusa tonta para no ponerse demasiado en evidencia. Entonces supo sobre sus turnos, ajustados a la rotación establecida para el personal de limpieza. Volvería a tener guardia el miércoles en la noche. 

Ese par de días le pasaron con una lentitud desesperante. No podía concentrarse en su labor, y a cada rato se quedaba en blanco, mirando al monitor sin siquiera hacer el simulacro de estar tecleando. Su jefe le preguntó si se sentía bien un par de veces. La tercera no fue tan cordial, y asomó la posibilidad de una reprimenda. Allí espabiló, y trató de enfocarse en los cientos de líneas de código que tenía por revisar, aunque fue tarea ardua.

Por fin llegó el miércoles. El reloj del departamento marcó las 5:00 PM, hora de salida, pero él no se movió de su asiento. Allí permaneció un par de horas eternas, mirando de reojo de manera alternativa la puerta y el segundero del reloj. Por fin, a las 7:03, sintió unos pasos sobre el linóleo que recubría el piso. No necesitó voltear para saber que se trataba de Yubiri. Puso en práctica todo el autocontrol que podía ejercer para no ceder al impulso primario de ser el primero en saludar. Puso el cuello rígido, obligando a sus ojos a clavarse en la pantalla, mientras los pasos se acercaban hacia él y, por fin, a menos de un metro de distancia, escuchó la voz que estaba añorando.

—¿Otra vez trabajando hasta tarde, ingeniero? Se va a enfermar.

Con estudiada calma, con fingido desdén, volteó hacia la muchacha y le respondió:

—El deber, Yubiri. Qué le vamos a hacer. Si no termino mi trabajo a tiempo, esta empresa puede colapsar. ¿Y tú, te quedas hasta tarde hoy? Si haces café no me dejes morir, porfa.

—Tal vez más luego, ingeniero. No le quito más tiempo.

—No me digas de usted, tampoco es que soy tan viejo. Dime Arturo.

—Ja ja, no, vale, qué falta de respeto.

—Para nada, más bien me vuelves a decir ingeniero y me voy a molestar.

—Bueno, déjeme… digo, déjame ver si me sale.

Arturo se dio por satisfecho con ese intercambio, y le dio la espalda para seguir fingiendo que trabajaba. Mientras tanto, la muchacha comenzó a coletear el pasillo que daba hacia los baños, tarareando algo que se le hizo familiar, pero no identificaba. Al rato cayó: era un tema que estaba de moda, y que él había escuchado en el carrito por puesto que se veía obligado a tomar eventualmente, cuando tenía el carro en el taller. Una cancioncita de ritmo fácil y letra insulsa, del género que más despreciaba. Música para el populacho, en su concepto. 

Al par de horas Yubiri se le volvió a acercar a Arturo. Esta vez traía dos vasitos de café. 

—Aquí te traigo tu cafecito, Arturo. No sé si estará demasiado dulce para ti.

En efecto, además de claro, era un melado, todo lo contrario a sus gustos. Pero se cuidó mucho de hacérselo saber a la muchacha. Al contrario, soltó un poco sincero elogio, y  a continuación le acercó la silla del cubículo contiguo y se la indicó, para que se sentara a su lado.

—Tómate el café con calma, aquí conmigo, así me das chance de reposar un ratico. Ya no aguanto los ojos.

—No, no puedo. Si se enteran me botan.

—La única manera de que se enteren es que yo te acuse, y eso no va a pasar. Relájate, ya son más de las nueve y tienes derecho a descansar. 

Dando muestras de no estar muy convencida, terminó por aceptar la invitación, y se sentó.

—Arturo, ¿qué quiere decir eso que está anotado en la pizarra? 

— ¿Eso en rojo? Es el nombre del proyecto que me tiene clavado aquí a esta hora de la noche.

—¿De qué se trata? ¿Además, cómo se pronuncia?

—Se pronuncia “ye dos ka”, y quiere decir “año dos mil”— y, a continuación, Arturo le dio una explicación somera de la problemática que buscaba resolver el proyecto. Al terminar, la muchacha solo replicó:

—Wao, no entendí muchote, pero parece algo complicado, y trabajoso.

—Sí, tiene mucho detalle. No es difícil, la verdad, pero sí meticuloso. Pero háblame de ti ahora.

—No hay mucho que decir, además qué vas a querer tú saber de mí.

—Te equivocas, me importa. ¿Estás estudiando algo, cuando no te toca trabajar?

—Sí, estoy terminando el bachillerato en un parasistema, y luego quiero estudiar contabilidad en una academia, por aquí cerca.

Arturo no contestó lo que le pasó por la mente. Hubiese quedado como un patán, y se habrían esfumado las esperanzas de lograr su objetivo inmediato con Yubiri. Se contuvo, y cambió de tema. No se le ocurría nada que pudiese ser interesante, así que se fue por algo tan trivial como el clima.

—Parece que va a llover, creo que escuché algunos truenos.

—Ay, no me digas eso. No sé cómo me voy a ir a mi casa.

De la boca de Arturo salió algo que él no recordaba haber pensado primero:

—Si quieres te acerco.

—No, vale, ni de broma.

Ya no podía echarse atrás, aparte de que en realidad se acercaba una tormenta y le parecía una falta de consideración dejar botada a la muchacha, así que insistió. Pero ella se negó de manera determinante:

—No, ingeniero. Ese no es un lugar para ti. Creo que nunca has estado allí, y no te va a gustar.

Si algo tenía Arturo era amor propio, así que esas palabras de Yubiri las sintió como un reto, una provocación, por lo que respondió:

—Tú no sabes en qué lugares he estado, las apariencias engañan. No te creas que soy un sifrinito del este, yo conozco barrio y callejón. – Esto último no era del todo falso; alguna vez visitó ciertos arrabales, laberintos que se construyen a juro a un margen de las grandes avenidas, cuando se estaba iniciando en el mundo de la marihuana y fue con un par de amigos a donde un jíbaro. Era un alumno del cuarto año de bachillerato, que cursaba en un colegio privado de cierto prestigio, y su radio de acción habitual no salía del trayecto que mediaba entre su casa y la escuela, así que se dejó guiar por otro compañero de aulas que aparentaba conocer lugares y procedimientos asociados con el consumo de drogas. Pero esa experiencia fue única, así como fue efímero su tránsito por las drogas, ya que del susto que pasó ese día más nunca le dio un jalón a un porro. No obstante, se afincó en esa lejana experiencia de juventud, para tratar de convencer a la muchacha de que se dejara llevar. 


—A esta hora no vas a conseguir transporte, y menos con el palo de agua. Yo te llevo en un momentico. Anda, ve y cámbiate. Ya se acabó tu turno, ¿no?

—No sé, Arturo… ¿No es demasiada molestia para ti?

—Para nada. No tengo a nadie esperándome, en casa. Ni perros, ni gatos, ni matas. Así que no, no es ninguna molestia. Más bien me va a servir para no estar tan solito un rato más. 

Como si hubiese sido a propósito, un relámpago alumbró por un instante el interior de la oficina, seguido casi de inmediato por un trueno sobrecogedor. A Yubiri se le pusieron los ojos como dos platos, y su instinto la hizo abrazar a Arturo, por un segundo. Pero enseguida se recompuso.

—¡Ay, qué vas a pensar de mí! Que soy una loca, qué más. 

—Para nada, yo también me asusté. Eso sonó fuerte, y como que cayó cerquita. Mira, vamos a hacer algo: termino lo que había planificado para hoy, y luego te doy la cola hasta algún lugar en donde puedas agarrar transporte.

—Creo que voy a tener que aceptar, con mucha pena, Arturo. Con este palo de agua no sabría cómo moverme de aquí.

—De acuerdo, entonces. Creo que en media hora estoy listo. Si quieres, termina lo que te falte por hacer, te cambias y te vienes para acá.

Arturo no pudo ponerle mucha atención al trabajo pendiente, por la excitación que sentía ante la perspectiva de estar con Yubiri. Como pudo, revisó a duras penas lo que había marcado como pendiente, apagó la sesión de trabajo en su terminal y se puso a recoger los papeles sobre su escritorio. Al poco rato, sintió los pasos de la muchacha acercándose hacia él. Se volvió hacia el sonido, y constató lo que había imaginado: vestida de calle, con unos bluyines ajustados, una franela de tiritas pegada al cuerpo y unas sandalias, su aspecto mejoró de manera drástica.

—Estoy lista, ¿te espero abajo?

—No, yo ya terminé también. Tengo el carro en un estacionamiento cerca, vamos a buscarlo.

Cuando llegaron al vestíbulo de la torre, con la intención de salir a la calle, vieron que lo que caía era un diluvio. Uno de esos aguaceros tropicales, que igual duran cinco minutos como un par de horas. Arturo miró a Yubiri con cara de desconcierto:

—Caramba, ahora no sé qué hacer. Imposible cruzar la calle, y el carro está en un edificio de la acera del frente. No sé, ¿quieres que hagamos tiempo en el restaurant aquí al lado? Podemos tomarnos algo mientras esperamos, o comer. Siempre es mejor que estar varados aquí.

—Imagínate, ni de casualidad. Cómo voy a ir yo contigo a un restaurant. Deja, yo veo cómo resuelvo. Muchas gracias de todas maneras.

—No seas tonta, no te voy a dejar en este vaporón. Mira, soy soltero y no tengo responsabilidades mayores, así que no me cuesta nada brindarte un refresco, o un sándwich. En último caso, considéralo un préstamo, que me pagarás más adelante. Seguro cocinas divino, me traes algo hecho por ti y me daré por recompensado. Ven, no te hagas rogar. 

Yubiri titubeó por un momento, pero terminó por acceder a las peticiones de Arturo. Se fueron corriendito, pegados de la pared del edificio para no mojarse tanto, hasta que salvaron los diez metros que separaban la torre de la empresa del restaurancito más cercano. Entraron azorados, riendo como los muchachos que eran, y se sentaron en la primera mesa desocupada que vieron. 

—¿Qué te provoca? Con este frío, si no te importa, voy a pedir un ron, seco. No vaya a darme gripe.

—Para mí un refresco está bien.

—¿Refresco? No seas aburrida, pide un trago, o una cerveza.

—No tengo costumbre de beber…

—Ah pues. Ni que se necesitara licencia. Mira, voy a pedir para ti un coctelito que sabe divino, pero cuidado. Te lo tomas despacio.

—Sí eres sonsacador. Bueno, uno nada más, mientras pasa el temporal.

—Seguro. Y pedimos algo para picar, creo que esto va para largo.

Con un gesto llamó la atención del mesonero. Le pidió un ron seco para él, un daiquirí para Yubiri, y una bandeja de embutidos variados. 

—Verás qué bien sabe lo que te pedí. Hay gente que se vuelve adicta. Es un trago cubano, por cierto. De cuando Cuba servía para algo.

—¿Y cuándo era eso?

—Antes de Fidel, por supuesto. Antes de que los comunistas acabaran con esa isla.

—A mí los cubanos me caen bien. En el barrio abrieron un dispensario que lo atienden unos médicos de allá que son demasiado atentos. No tienen mucho material, pero por lo menos lo escuchan a uno y lo aconsejan.

A Arturo no lo gustó mucho el derrotero que comenzaba a tomar la conversación, así que cambió de tema.

—Y tú, ¿con quién vives? ¿Con tu familia? ¿O tienes novio? Seguro tienes novio.

—Nada de eso. Vivo con mi mamá y cuatro hermanitos menores.

—Cónchale, cinco hijos… esa mamá tuya tiene trabajo de más, ¿no? 

—Sí, pero yo le doy una mano cuando puedo, con las cosas de la limpieza, la cocina, y eso. Se hace lo que se puede.

En ese momento llegó el mesonero con el pedido, y lo dejó sobre la mesa. Arturo le acercó el trago a Yubiri, tomó el suyo, e improvisó un brindis algo cursi.

—Bicho, ¡esto está fuerte! —exclamó Yubiri al tomar un sorbo.

—Poco a poco te dije, tienes que acostumbrarte. ¿No te gusta, así tan dulcito?

—Sí, pero se le siente el licor mucho.

—Eso es ahorita, deja que te entones para que veas cómo te cae. Cómete algo, para que no te pegue en el estómago.

Una hora y un par de tragos después, Arturo se levantó para chequear el estado del tiempo.

—Ya comienza a escampar, creo que podemos ir pidiendo la cuenta.

—¿Tan rápido? ¿Ahora que comenzaba a agarrarle el gusto? 

—Pensaba que estabas apurada.

Yubiri soltó una risita, y le dijo al oído: —Pídeme otro daikirí, no seas pichirre.

Arturo hizo la señal acostumbrada para otra ronda, y aprovechó para rodar su silla hacia la de la muchacha. Pensaba pasarle el brazo encima del hombro, pero se le adelantaron. La mano derecha de Yubiri se había instalado muy cerca de su entrepierna. 

—No te pongas nervioso, Arturo, que no te voy a morder, si no me lo pides.

—Este… 

Pero no pudo terminar la frase, porque la lengua de Yubiri se enroscó con la suya, en uno de los besos más salvajes en el que hubiera estado implicado durante toda su vida. 

—Yubiri, ¿qué es esto? —acertó a balbucear luego de que la boca de su acompañante se despegara de la suya.

—Es lo que tú quieras que sea, rey.

Arturo, azorado, no esperó a que llegara la última ronda. Tiró unos billetes encima de la mesa, tomó a Yubiri de la mano y salieron del restaurant. Cruzaron la calle, sin importarles los charcos que se habían formado con el aguacero, buscaron el Fiat Uno que aguardaba en el estacionamiento público de uno de los edificios que bordeaban la gran avenida, y salieron a la calle. 

Tomaron la autopista hacia el este. Yubiri le había mencionado antes que vivía por los lados de Mariche, lugar en el que él nunca había estado; su conocimiento llegaba a la urbanización Miranda, y de allí en adelante era territorio inexplorado. Sin embargo, lidiando a medias entre la palanca de cambios y las piernas de Yubiri, que no dejaba de recorrer con su mano derecha, mientras con la izquierda se ocupaba del volante, dirigió el carro hasta la entrada de la urbanización y allí dirigió el carro hacia la derecha, en la curva abrupta que señala el comienzo de la carretera hacia la fila. Yubiri, por su parte, ya blandía en su mano el falo de Arturo, como si se tratase de un cetro.

Continuaba lloviendo, pero de manera mucho más pausada. Le bastaba con el movimiento intermitente del limpiaparabrisa para conseguir la visibilidad necesaria. La ausencia de tráfico, y la oscuridad, eran las constantes en el trayecto que estaban recorriendo. Se alternaban grandes descampados con zonas comerciales y algunos enclaves de viviendas precarias, construidas en el filo del barranco, de bloques sin frisar. Al llegar a uno de ellos, Yubiri dijo: “es aquí”.  

Arturo orilló el carro, lo más pegado que pudo del borde de la carretera, y lo apagó. Pero no se bajaron; los dos sabían lo que iba a ocurrir a continuación, y lo esperaban con ansias. La iniciativa la volvió a tomar Yubiri: libre de sus pantalones, que se había quitado desde mucho antes, se trepó sobre Arturo, inmovilizado sobre el asiento, con el cinturón de seguridad todavía amarrado, y se hizo penetrar de una vez. Lo cabalgó a placer, aportando casi que de manera unilateral los movimientos, sin darse cuenta de que alguien se acercaba al carro, protegido por la oscuridad de la noche. 

Lo último que sintió en vida Arturo fue el impacto del proyectil calibre 38 que le perforó la sien, justo después de haber alcanzado el orgasmo más potente de toda su vida. Sin mediar palabra, el individuo, luego de disparar contra el ingeniero, abrió la puerta, sacó por un brazo a Yubiri, luego a Arturo, y se llevó carretera arriba el Fiat Uno, que tenía restos de la masa encefálica diseminados en la tapicería gris perla del vehículo.

* * *

Han pasado unos nueve meses desde aquel terrible acontecimiento. Yubiri está echada en su cama, pues ya la barriga no le permite mayor movilidad. Sabe que está en los días, algo que a la vez teme y espera con ansias. De pronto, siente humedad debajo: ha roto fuentes. Como pueden, entre su madre y sus hermanos mayores la ayudan a abandonar la cama, a bajar las escaleras del barrio, a esperar el jeep que la dejará cerca del hospital en donde irá a parir. Por fortuna, el tiempo le da para dar a luz en una cama, y no en la calle como había comenzado a temer. “Puja, puja” , le impreca la partera. Ella lo hace, a pesar de estar exhausta. “Me duele”, dice con un hilo de voz. “Pero cuando lo estabas haciendo no te dolía, ¿verdad? Ahora, aguanta”. Por fin corona la cabeza, salen los hombros, el resto del cuerpo por aquella abertura que lucía insuficiente para darle paso a los tres kilos y algo que pesó la criatura. “¿Sabes qué es?” “Sí. Una niña”. “Es cierto, es una hembra”. “Estaba segura”. “Necesitamos ponerle un nombre para la ficha, ¿Ya sabes cómo la vas a llamar?” “Sí. Yedoska”.


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