Puro deseo de amar. José Pino Carrasquero.

 Puro deseo de amar 


Todo el mundo sabía que Harold estaba loco, y por esa razón nadie ponía en duda que siempre decía la verdad. Recuerdo que, en una clase, una de las últimas que vimos con él en la universidad antes de su desaparición, nos advirtió a Miguel y a mí que lo único que tenía que hacer un poeta auténtico era decir la verdad, pero —y en esta parte su pose se volvió especialmente histriónica— decir la verdad era más peligroso que bailar salsa con la mujer de un policía. 


—¿Por qué la salsa? —le preguntó Teflón después de jalarse un porro que, según él, sabía a Colgate. 


—Porque alguien que sepa bailar salsa jamás se metería a tombo.


Miguel construyó una de esas típicas amistades aleatorias con Harold durante una barricada, en la que comenzaron hablar sobre Trinidad y el hachís. A Teflón, como casi todo el mundo llamaba a Miguel, le gustaba contar anécdotas sobre su isla, el creole, y los métodos de producción de las drogas recreativas, en ese orden. Aquella vez, mientras los pacos lanzaban bombas como serpentinas de carnaval hacia dentro de la escuela, y nosotros descansábamos detrás de una de esas largas bancas de madera que el Flaco Gavidia, el decano de Humanidades de aquella época, parecía haber mandado a fabricar a propósito para parapetearnos en las manifestaciones, Teflón nos explicaba cómo  en Dakar se obtenía el hachís, desnudando a los esclavos y poniéndolos a correr entre los sembradíos, para luego rasparles el polen de la piel, porque el sudor de los senegaleses era el que tenía el mejor THC de toda África. Harold escuchaba con atención sin dejar de perder de vista a las lacrimógenas que caían cerca de nosotros. —¿Entonces debe tener un sabor dulce, verdad? —preguntó, antes de dar dos vueltas sobre sí mismo y devolver una bomba que había rebotado en el borde del banco para, con el propio movimiento, volver a sentarse a seguir con la conversación como si nada. 


Harold era un estudiante más, un poco mayor y un poco raro, con el pelo demasiado corto y la ropa demasiado limpia. Tenía un solo par de zapatos, unas botas vaqueras que no se quitaba ni para jugar beisbol los domingos en el Campito, y unos raybans modelo aviador, que se dejaba puestos hasta en clases. Pero también era el tipo más valiente y más rudo en las protestas. Era el que más se arriesgaba en las manifestaciones, el barman de las mejores molotovs, el único que sabía batear de vuelta las lacrimógenas directo a los cascos de los policías con la misma precisión y la misma fuerza descomunal de Antonio Armas, o Tony, como le decían Rubén Blades en su canción y toda la ciudad de Boston. Cuando andaba inspirado, incluso las mandaba hasta la retaguardia, por allá por donde le gusta esconderse a los tenientes —decía— y ese lejano muro de escudos era su monstruo verde personal. Su relación con la escritura era igual de arriesgada, y ni siquiera Pepe Barroeta llegó nunca a desmeritar las páginas que entregaba en clases. Veías su forma particular de relacionarse con el mundo en la manera que tenía para detenerse y hablar con nosotros, como si siempre tuviéramos una conversación continuada, soltando frases aparentemente inconexas, pero que luego se asentaban hasta encontrar su lugar,  convirtiéndose en revelaciones. En la época máxima de la iconoclasia, él era quizás nuestro único héroe.


Aunque en realidad Harold era un paco, eso Miguel y yo lo supimos solo al final. Pertencía a la «secreta». Para ser más preciso, era lo que en aquellos tiempos se conocía en la calle como un «cuerda floja». Respondía a una división de la DIGEPOL que infiltraba agentes encubiertos, para vigilar de cerca al movimiento estudiantil y a varios profesores que estuvieron en la montaña en los sesentas. Infiltrar policías en las aulas fue una condición que le pusieron los milicos a Caldera, cuando quiso reabrir las universidades como parte del plan de pacificación, después de haber declarado el fracaso de la lucha armada. Claro, en retrospectiva, ahora con la certeza de quien lee el horóscopo al final del día, Harold también tenía el récord de nunca haber sido detenido en una redada, ni siquiera en la de aquella noche en la que todos amanecimos en la rivera del Río Chama, luego de tirarnos cuatrocientos metros por la cuesta, cagándonos de frío y abrazados para que no nos encontraran. 


Por aquella época era común que saliendo de clases Harold nos invitase a dar una vuelta, ir a algún bar o simplemente caminar de bajada mientras hablábamos de cualquier cosa. Una tarde hubo algo distinto; después de la clase de latín o griego, no recuerdo bien, nos invitó a Miguel y a mí a un bar que conocía en el centro de la ciudad. —Es un bar secreto —nos dijo— pero confío en ustedes y por eso los llevo. Según él, en ese bar había poetas de verdad, de esos que no andan pendientes de medallas ni de bienales, de los que escriben porque no saben ni pueden hacer otra cosa, pero sobre todo, poetas que siempre dicen la verdad; duermen en las plazas, por decir la verdad, no tienen familia, por decir la verdad, no están en partidos políticos, por decir la verdad, y escriben poesía, para decir la verdad. 


Como siempre, le dijimos que sí, y echamos a andar con él. Harold iba particularmente rápido, y volteaba cada cierto tiempo, pero ninguno de los dos le dimos importancia a eso. —Ajá, pero ¿dónde está el bar? —pregunté cuando Harold se detuvo, tratando de adivinar entre las casitas fragmentadas de la época colonial cuál era ese lugar secreto. —Es acá mismo —respondió Harold, y señaló el castillo enano y gris de tanto hollín pegado del tubo de escape de los carros. En los meses y años siguientes Teflón, yo y todos los demás, pasamos más tiempo en el Tonchalá que en cualquier salón de la facultad; ahí fue donde se casaron Carmen la peruana, y Ernesto el redentor, donde celebré hasta la inconsciencia el único concurso literario que gané jamás, y dónde nos enteramos, porque él nos lo dijo en su mesa de siempre, que Pepe tenía Cáncer y que se iba morir en cuestión de semanas. Pero en ese momento nos costaba asociarlo con algo distinto al restaurante chino que la familia Feng intentaba que fuera. Tiempo después y atando cabos, supimos que Harold lo había encontrado siguiéndole la pista a un guerrillero que nunca se rindió: El Poeta Aveledo, alias Comandante Palabra.


Está, claro, podría ser la historia del día en que conocí el Tonchalá, pero lo que ocurrió luego y terminó con los tres rodando hacia La Pedregosa, volteando a cada rato a chequear a través del vidrio trasero del carro que nadie nos siguiera, sin quitar lo ojos del espejo retrovisor, hizo que esa oportunidad se esfumase. Harold se puso por delante de nosotros, y entreabrió la pesada puerta del bar.  Por un par de segundos, como dudando, se detuvo en vez de terminar de entrar. Volvió a cerrar la puerta y nos dijo que primero tenía que pasar por La Cibeles a dejarle unos poemas al Tuerto Dávalos.   


Lo seguimos y nos fuimos para el bar, que estaba apenas a un par de cuadras de distancia. En el camino, Harold se paró en el primer teléfono monedero que se nos atravesó, e hizo algunas llamadas. —Sí, sí. Lo verifiqué, el Comandante Palabra no estaba en el punto tres. Me dijeron que se había movido para el punto dos. Voy camino a confirmarlo. Esperen mi señal —colgó. Luego de recibir de vuelta las monedas que no se gastaron en la llamada, me pidió prestada mi chaqueta de jean. Me la quité y se la entregué maquinalmente, todavía confundido por lo que acaba de decir: primero, porque no lo vi hablar con nadie en El Tonchalá, y segundo, porque toda esa jerga rara que usó por teléfono no se la había escuchado jamás. 


—Tres años en esta ciudad, y todavía no me acostumbro al frío —dijo, tras ponerse mi chaqueta. 


—Y según los friolentos somos los negros —se burló Teflón. 


—Desde que Verlaine le disparó a Rimbaud, cualquiera que quiera ser un poeta de verdad tiene que estar dispuesto a recibir o echar unos tiros de vez en cuando —dijo Harold sin venir a cuento en ese momento. 


Teflón me miró haciendo círculos con su dedo índice muy cerca de su oreja y yo le pregunté si esta era una nueva revelación, sin tener idea de que en realidad era un anuncio de algo. —Viva y vea, poeta —respondió Harold.  

  

La Cibeles era el tugurio donde iban a parar los restos de los otros bares, garitos, taguaras y licorerías del centro de la ciudad de Mérida. Era El Antro, —con mayúscula y artículo determinado—, era como la sección «D» de los bebederos de caña; un depósito de repitientes y malaconductas; a todas estas, un buen lugar, o, al menos lo fue por muchos años, antes de convertirse en un bastión del chavismo. Cuando llegamos a la puerta, Teflon torció la boca, y puso su mejor cara de real delfín de Zamundia. Harold lo notó de inmediato. 


—¿Qué pasó, poeta, te dio repelús el olor a cerveza rancia? serán diez minutos nada más. Voy a venderle estos poemas al Tuerto Dávalos, para ver si nos ganamos otro premio.

 

Teflón respondió que no cumplía con el dresscode, y se quedó en la entrada, iluminado en contrapicado por el blanco de sus Tom Sailors. 


Entramos, y Puro deseo de amar de Daiquirí sonaba tan alto, que la rocola se movía como una lavadora chacachaca en el ciclo de centrifugado. Un borracho le ordenaba que se quedara quieta, bajo promesa de darle unos carajazos, y la volvía a empujar a su sitio. En la barra estaba El Tuerto; hablaba con el barman con esa cara de poeta premiado que llevaba siempre a todas partes. Harold lo abordó, y yo me quedé más atrás, distrayéndome con las bufandas de los equipos de fútbol que estaban pegadas por todas las paredes. A los cinco minutos, Teflón entró con cara de cagado a decirme que había como doscientos pacos en la calle. Me acerqué a la puerta, y en la esquina del rectorado, en efecto, había unos tres batallones reunidos. —Mierda —dije— y me devolví al interior del bar. Harold seguía hablando con El Tuerto, que ahora tenía el sobre y contaba las hojas como quien cuenta los billetes de una maleta de aluminio. Se despidió y nos alcanzó a Teflón y a mí. 


—¿No les gusta la música? —nos preguntó al tiempo que cantaba la parte de la letra «Te burlaste de mis sueños, me quitaste inspiración, Trate de acercarme, y me rechazaste»


—Sí me gusta, pero no, no es eso, creo que están buscando a alguien —respondió Teflón, con cara de urgencia— y el carajo debe ser  importante, porque toda la cuadra está acordonada —agregué yo. 


—Tranquilos, vienen por el Tuerto —respondió Harold, y sin perder la calma nos dijo que nos viéramos en hora y media en el Parque la Burra. —Aún nos quedan unos diez minutos para salir antes de que se prenda el peo. 


Yo no vi el arma, pero cuando ya estábamos afuera, según Teflón, Harold sacó un revólver como el de Harry el sucio —creo que cuando uno está cagado de susto todas las armas siempre se ven más grandes de lo que  son en realidad—, echó tres tiros al aire y la tiró hasta el fondo del bar. En medio del bululú, nos ordenó que corriéramos; el borracho que antes le pedía a la rocola que se quedara quieta, ahora estaba tratando de llevársela cargada en el lomo, El Tuerto, por su parte, intentaba quemar el sobre y los poemas que le había entregado Harold, y el barman de un salto se atrincheró detrás de la barra; todo eso en un parpadeo antes de que Teflón y yo saliéramos corriendo. Por donde agarráramos había policías, pero no nos preguntaban ni nos hacían nada; como a las dos cuadras nos dimos cuenta de que no era necesario correr, así que comenzamos a caminar. Harold se había ido en dirección opuesta, sin habernos dado más detalles que el del punto de encuentro donde nos veríamos más tarde. A la hora y media, como habíamos quedado, nos encontramos con él en el mirador del Parque La burra. Harold llegó manejando el Fairlane 500 de Carlito Adriano, y lo paró viendo hacia la cordillera. Se bajó del carro y se puso a buscar debajo del asiento del piloto. Agarró un tacón de aguja al que le faltaba el par y lo tiró fuera.  Por fin encontró lo que buscaba, y nos mostró una botella de Buchanan's


—Esta me la dejó Carlito —dijo, al tiempo que destapaba el whisky y echaba un poco del líquido al asfalto para recordar a los muertos. 


 Yo estaba demasiado aturdido todavía para pensar en las consecuencias pero, al verlo, Teflón se le encimó e intentó darle unos puñetazos. —Nos cagaste, güevón. nos cagaste —le gritaba mientras Harold sólo se preocupaba de proteger a la botella de los coñazos de Teflón y al propio Teflón del vidrio del frasco. Me metí en el medio y logré separarlos. Teflón seguía agitado y confundido, con las manos en la cintura, sin saber adónde ir. 


—¿Damos una vuelta? Esta nave la tengo que devolver mañana al mediodía —nos dijo Harold después de encender el Fairlane. Miguel se sentó como copiloto y yo justo detrás de él. Nos fuimos por el primer viaducto rumbo a la panamericana.


—¿Y ahora? ¿Nos jodimos? ¿Nos tenemos que desaparecer? —preguntó Teflón—. Yo ya estaba pensando en qué putas les diría a mis viejos cuando les llegara de regreso al fundo en el páramo, y supuse que a Teflón, por su cara que alcanzaba a ver por el espejo, lo atravesaban ideas parecidas. Este no dejaba de preguntar qué mierda había pasado.


Harold respondió, mientras intentaba sintonizar una emisora en la radio del carro,  que «pocas veces uno se topa con un hijoeputa como El Tuerto Dávalos». —Tranquilos que ustedes no se tienen que desaparecer. Yo sí tendré que perderme unos días, pero no es para tanto —sentenció.


Como a las dos horas de rodar, terminamos en el bar Galicia, que quedaba sobre una loma desde donde se veía toda la ciudad. Ahí, con varias botellas encima, Harold no paraba de hablar. Yo apenas podía seguir a ratos la conversación, y Teflón de vez en cuando se despertaba y levantaba la cabeza de la mesa. —El Tuerto se puso de sapo a delatar a Aveledo, pero Carlito se enteró en una cena que dio en su casa para celebrar la ordenación episcopal de Monseñor Lora. ¿Qué habrían hecho ustedes? 


Harold había cambiado de nuevo el tema, y me costó un poco entender que ahora estaba hablando de la canción de Daiquirí. Teflón seguía cabeceando y rumiando en creole. Yo, por mi parte, le dije que no sabía, o que no estaba seguro. Él sí lo estaba: —Yo no me hubiera subido en ese taxi, poeta, la pinga —dijo Harold.

Comentarios

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  2. Me gustó el uso de las epíforas, al referirse a los poetas de verdad.

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