En Caracas de 8 a 5. Capítulo X Sirenita. Luis Garmendia.


Capítulo X
Sirenita.

«Y a estos ahora les dio por estar vivos, Calderón. ¿Cuándo nos mataron, Calderón? ¿Cuando nos quitaron el bono, quizás? No, yo creo que antes. Bueno, a mí mucho antes, Calderón, tú ya sabes. Me da cosa es contigo, tú estás vivo, Calderón. Tú no tienes nada que ver con papeles ni con sellos, que siempre son el mismo papel y el mismo sello, tú tienes que ver es con las cosas de los vivos, mudo: con el café, con traer cachitos, con buscarnos cosas que vienen del mundo de verdad, cosas que pasan de verdad. Yo quiero que tú salgas de esta y que te vayas. Vete, mudo que aquí no se sale realmente vivo. A menos, claro, que te agarren cobrando comisiones para ti solito, como a Troncone. Nadie te mete preso por eso, ni siquiera te despiden formalmente, porque lo que pasa aquí no le importa a nadie; te amenazan para que renuncies… y yo creo que con eso te salvan.

Ya a mí me toca morirme de verdad verdad, Calderón, ya es necesario…ya quiero, mudo. Yo nunca digo  la fecha de mi cumpleaños. Soy como mi mamá, que celebraba solo el día de su santo para no cumplir años, y mañana es el día de mi santo: Santa Engracia. ¡Gladys Engracia, qué riñones, Calderón!  Llevo ya setenta  días de San Engracia, setenta años, ¿que vienen siendo como cuántos?, ¿cuántos años suman los días de los que me acuerdo? ¿Quince? ¿De qué te acuerdas tú Calderón?  Uno no se acuerda de casi nada. Justamente ayer me encontré con Irama, mi compañera del liceo; ¡me contó tantas cosas que no recordaba!  Uno confía la mayor parte de la vida al recuerdo de los demás. A veces te los encuentras, te echan el cuento y te devuelven un poquito de tu vida, casi nuevecito, listo para que lo empieces a recordar. Mamá empezó disimulando que no se acordaba de algunas cosas: una receta, ir a hacer la compra de los lunes, lavar la ropa. La pobre, no quería que yo me diera cuenta. Se retocaba el peinado y el maquillaje desde después de almuerzo para esperarme arreglada, me decían mis vecinas. Imagino que ya no sabía a cuál hora llegaba yo, que era misma siempre. La tarde se le hizo una sola cosa, una sola cosa indivisible y borrosa después del mediodía. 

Se fue perdiendo poco a poco al principio, pero después fue muy rápido. Yo empezaba a rezar cuando me bajaba en Bellas Artes, me daba miedo llegar; la luz al final de las escaleras del metro me asustaba. Ella se ponía peor era en la tardecita y en la noche. Mi hermana pagaba la muchacha que me la cuidaba hasta las cuatro, pero de ahí en adelante era yo solita, sin comer, sin descansar…y sin dormir, cuando le daba por gritar en la noche. ¿Tú sabes a quien le agradezco yo? Al general Lázaro Cárdenas. Yo no sé quién es ni qué hizo, pero había una estatua de él frente a la casa. Aparecía con una guayabera frente a un mesón, y los muchachos le ponían botellas de ron vacías y vasos, como si fuera un borrachito. Eso me hacía reír antes de llegar al apartamento. Bueno, le agradezco a él y al otro señor…no recuerdo el nombre, la estatua era de la cabeza nada más. La placa decía: distinguido polemista mexicano, y las venas del cuello estaban prensadísimas. Yo pensaba que eso era de tanto polemizar y también me daba risa. Pero la polemista, era mi hermana, Calderón. Como ella  pagaba las tres lochas que cobraba la muchacha que cuidaba a mamá  mientras yo estaba aquí, pensaba que eso le daba derecho a criticarlo todo. Y pagaba era eso nada más. Medicinas, comida, su ropita de cama, las sábanas…todo lo demás era yo. Para ese entonces teníamos el bono, pero tú sabes que a mí no me tocaba mucho, bueno, no lo suficiente para esos gastos.

Yo te quiero decir algo, Calderón. Yo nunca he sido curera como La Nena o como mi mamá. Dejé de ir a la iglesia cuando se murió Fucho, no es que reniegue, es que dejé de ir a cualquier lado. Mudo, yo me voy a morir hoy porque me voy a atravesar en esa puerta para darle chance a los muchachos de que agarren una pistola. No me mires con esa cara, mudo, y mucho menos quieras detenerme. Si me quieres, como yo creo que me quieres, no me vas a detener y te vas a salvar tú, porque yo no quiero llorar a más nadie. Lo que sí quiero mudo, es que me confieses. Como te digo, no creo en curas, mi confesión es con Dios, pero uno necesita soportar una mirada humana mientras dice sus pecados. La vergüenza no es decirlos frente a Dios, que ya los sabe, es decirlos frente a alguien. Y tú me va a escuchar, Calderón, me vas a escuchar porque me quieres mucho. Yo sí escuché, mudo. Con los enfermos con demencia pasa lo que con los muchachitos; uno conoce los gritos. Sabes si gritan porque algo les duele, o si es hambre o sed, o si gritan por gritar, porque ya se les olvidó hablar y lo que les queda es el grito. Entonces, cuando sabes que es eso, que están gritando por gritar, ya no escuchas el grito, es como si no estuviera. Mamá estaba gritando como gritaba cada vez que la bañaba en la cama y le hacía la cura, ¿cómo me iban a distraer esos gritos que me sabía de memoria?

La Nena, llegó como siempre llegaba: repartiendo besos y agarroncitos cariñosos a las vecinas. Esas pendejas le daban un parte de la salud de mamá, como si ella fuera la que la atendiera. Ella aprovechaba el momento para hacer drama, para decir que le dolía muchísimo poder venir nada más una sola vez a la semana, pero que no podía dejar de atender a su esposo, ese bolsa que no sabe hablar de otra cosa sino de lentes y letricas en la pared. Y las muy pazguatas decían “¡claro, claro”. Entonces remataba, “Clarita son mis ojos aquí. Desde lo de Fucho, Gladys ya no es la misma, la pobre”, como si la muchacha que ayudaba -con toda su buena intención y paciencia, lo reconozco- iba a preocuparse más por mamá que yo. “¡Gladys, Gladys!”, la oí, la escuché perfectamente claro y fui a ver. El banquillo había quedado recostado de la baranda del balcón y ella todavía llegaba a pararse un poco sobre él, pero porque estaba agarrada a la puerta de botiquincito donde guardaba el Gerdex. Me quedé parada frente a ella, no se movía, ni gritaba ya . Sabía que el botiquín estaba por despegarse de la pared, que cualquier movimiento se lo terminaba de traer…”Gradys, ayuda”, decía bajito. No se veían tan arrogante y diva como cuando se subía a las mesas a cantar Sirenita. En sus ojos había una mezcla de miedo, incredulidad y rabia. Creo que por primera vez fui capaz de sostenerle la mirada. El primer tornillo se salió de la pared poco a poco, como en dos movimientos, creo que ahí hasta dejó de respirar. Los otros tres se vinieron juntos. Sentí el golpe en la acera y me devolví al cuarto a terminar de bañar a mamá, Calderón.»

-¡Calderón tiene que ayudarnos, señora Gladys! - dijo Oneida interrumpiendo una discusión que no había logrado arrojar un plan. Solo estaba claro que Troncone no iba a ceder en la idea de abalanzarse sobre el primer asaltante y que -pasara lo que pasara- César saltaría sobre su pistola e intentaría quitársela. Para ello sería necesario que alguien abriera la puerta de golpe cuando escucharan  que se acercaban a ella.- Señora Gladys, necesitamos que Calderón abra la puerta con toda su fuerza y que luego también golpee al hombre antes de que pueda reaccionar contra Troncone y César. Si atacan los tres, el de atrás seguro va a retroceder con la sorpresa y quizás podamos usar el arma,

- Tienes que darle con esto, Calderón. Duro en la cabeza, con toda tu fuerza- complementó Troncone mientras le enseñaba al mudo la pata rodada de la silla que habían desarmado hacía un rato.

El mudo se quedó petrificado, con los brazos estirados y las palmas abiertas empujando al aire, como si la sola idea de ejercer esa violencia le resultara intolerable. Se fue al otro extremo de la habitación, negando con la cabeza y susurrando una serie de pequeños graznidos. 

Entonces, la señora Gladys se pudo de pie sin ayuda, atravesó también el cuarto amarillo, con su caminar, que era un mecanismo frágil e irregular a punto de desmoronarse, se detuvo frente al mudo, acarició su mejilla con toda la ternura de la que era capaz y le dijo con dulzura: “Tienes que matarlo, Calderón”.





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