Hong Fu. Episodio 4. Cédula contra la pared. Mirco Ferri.

La jaula, una vez excedida su capacidad de carga con todos los adolescentes pelilargos que pudieron agarrar en esa redada, comenzó a circular por la avenida Lincoln, como buscando Plaza Venezuela. Luego atravesó por debajo de la fuente, y continuó  hacia Los Caobos. Allí comenzaba un territorio inexplorado por mí; rara vez me había internado más allá de la Torre Polar. No tenía la menor idea sobre cuál sería nuestro destino final, y ya era noche cerrada, lo que contribuía a ensombrecer aún más mis pensamientos. Lo absurdo e injusto de la situación, a la par de mi indefensión, me tenían frenético por dentro, pero traté de no demostrarlo para no llamar la atención sobre mí. Busqué poner lo que denominaban en las novelas de gánsters que leía a veces como “cara de póker”, no sé si con alguna eficacia. El vehículo rodaba por calles que no reconocía. Pasó al frente de una gran plaza, dobló hacia la izquierda, luego a la derecha, y por fin se detuvo.
Nos hicieron bajar a los empujones, y nos mandaron a alinear contra una pared mugrienta. Temí por un momento que nos ametrallaran allí mismo, como había visto en algunas películas que pasaban a medianoche por el canal 2. Pero eso sucedía en tiempos de guerra, pensé para tranquilizarme. Aunque nunca se sabe, emergió otra voz dentro de mí. “Cédula y libreta militar en mano los mayores de edad, ciudadanos”. Entonces era eso: la recluta. Tras esa escueta orden, dos policías, uno en cada extremo de la hilera que habíamos formado, revisaban los documentos, y sacaban de la fila a algunos individuos. Cuando llegaron a mí, el policía me miró con cara criminal, y tras revisar la cédula, me dijo: “te salvaste esta vez, caramelito, pero cuídate”, y agarrándome del brazo me sacó con toda la brusquedad que quiso de la cola de los condenados.  Aprovechando ese momento, un muchacho que tenía al lado trató de salir corriendo, pero no llegó muy lejos: dos efectivos le cortaron el paso, y lo sometieron a golpes sin ninguna clemencia; se detuvieron sólo cuando el joven dejó de moverse. Aturdido como estaba, me quedé en medio de la calle, sin saber qué hacer. Otro policía se me acercó, peinilla en mano, para gritarme: “¡circule, ciudadano!”. No esperé otra advertencia. Aunque no sabía muy bien en donde estaba, intuía que hacia el norte debía hallarse la gran avenida que me consentiría el retorno a casa. Así que caminé en línea recta hasta encontrarme con la plaza, y allí doblé a la izquierda, hacia el Ávila, o por lo menos hacia donde suponía  yo que se hallaba, pues desde ese punto tanto la noche como la aglomeración de edificios no permitían distinguir la gran mole del cerro. 
Caminé por un par de cuadras largas, mal iluminadas, alerta, temiendo que de cualquiera de esos oscuros portales por donde estaba pasando saliese un malandro armado de cuchillo y me dejase tirado en la acera, desangrándome, para robarme las míseras monedas que tenía en el bolsillo. Monedas que serían indispensables, si quería llegar esa noche a mi casa. Ya ni hambre sentía; el único deseo que me consumía en esos momentos era el del refugio. 
Cuando llegué a la gran avenida con nombre de prócer zuliano, que para mi fortuna sí estaba iluminada como le correspondía a una vía de su importancia, me paré en la mitad de una acera a esperar un autobús que me dejase cerca de donde vivía. Puse la mayor cara de cañón que mis juveniles facciones me permitieron, y esperé unos buenos 15 minutos antes de que apareciera el vehículo. Me sorprendió que estuviera repleto. Tras pagar al conductor después de pasar por el torniquete, y recibir la advertencia “no te me quedes en la puerta, atrás hay puesto”, me fui abriendo paso por el pasillo, rumbo a la cocina, en donde se concentraban todos los olores desagradables que pueden emanar de una masa humana que estuvo trajinando desde temprano. Sudores, halitosis, hedor a pies, todo enmascarado con poco éxito tras el desodorante o el agua de colonia, que habían perdido su efectividad horas atrás. Por fin, cuando ya me fue imposible penetrar más en el cuerpo de ese animal mecánico, me detuve. 
El autobús avanzaba a la mínima velocidad que le permitía el espeso tráfico, que se movía por la avenida como una gran culebra sin ninguna prisa. Eso, aunado al excesivo celo del conductor, que no se saltaba parada alguna, me hizo prever una larga estadía en el vehículo; para distraerme, me dediqué a adivinar los lugares por donde iba pasando el transporte, y de paso echarle ojeadas fugaces a mis compañeros de ruta. Uno de los pasajeros me llamó la atención: era un hombre, de gruesos anteojos de pasta color negro, pelo también negro azabache tirando a largo, grasiento, algo descuidado,  y bigote de brocha, vestido con un flux de apariencia barata —de esa tela que llamaban Dacrón, dos pantalones con cada traje rezaba la publicidad— que estaba sentado casi al final, y tenía en las piernas un maletín sobre el cual mantenía las manos, que no lucían relajadas sino todo lo contrario, rígidas, como si temieran soltar aunque fuera por un segundo el portafolio y su secreta carga. Gordas gotas de sudor le corrían por las sienes. Y no hacía tanto calor como para eso. Sospeché que alguna preocupación terrible lo estaba acechando, algo relacionado con el contenido del maletín. 
Me hallaba tan absorto en mis pensamientos que un frenazo brusco me tomó desprevenido, y la inercia me hizo caer encima de una señora que estaba un poco más adelante de mí. Sin querer, lo juro, una de mis manos se instaló en medio de los generosos, mullidos y caídos senos de la doña, que comenzó a gritar “’¡Abusador, abusador! ¡Me está metiendo mano!”. Yo no hallaba la manera de explicar que había sido un accidente, que no tenía la menor intención de magrear a esa tan poco atractiva señora, pero fue inútil. El chofer se orilló, se paró del asiento, y dijo: “Te me bajas inmediatamente, y da gracias que no te monte en una patrulla, porque ya es tarde y quiero terminar este viajepara irme a descansar. Quién lo diría, ¡con esa carita de pendejo, y tan sádico!”. 
Después de varios empujones, coscorrones  y puñetazos, repartidos con generosidad por el pasaje que había encontrado en mí una especie de diversión,  y que me acompañaron hasta la puerta de la unidad, me vi otra vez sobre la acera. Ésta ya no mostraba el diseño modernista de mosaicos bicolores que lucía cuadras atrás, y la avenida había dejado el nombre de prócer militar para adoptar el de héroe civil de las letras. Esa zona ya me era familiar: reconocí enseguida el cine Prensa, esa salita dedicada al arte y ensayo en la cual vi muchas películas que no entraban en la parrilla habitual de los cines comerciales, y me llamaban tanto la atención. Ya me sentía más cómodo, así que decidí continuar a pie. Total, me faltaban tal vez unas ocho cuadras para llegar, hacía fresco y no tenía mayor prisa; tampoco me esperaba nadie, pues en teoría estaba trabajando. 
Ya llegaba a la esquina de Las Palmas, cuando mi estómago comenzó a reclamar. Recordé el golfeado que no pudo ser, y pensé que a esa hora el único sitio en donde podía conseguir algo de comer, dada mi carestía económica, era el restaurant. Ni soñar con una comida caliente en casa, por supuesto. Ese tren ya había pasado, y sobras nada más podían estar esperándome dentro de la nevera. Así que modifiqué el rumbo, y enfilé con decisión hacia el sur. Muy poco tráfico circulaba por esa vía. Casi ningún peatón; apenas un vecino paseando al perro, que dejaba sus cagaditas diseminadas estratégicamente por la acera, como si fueran diminutas minas pastosas, pegajosas, hediondas. 
Cuando llegué a la Libertador, me topé con un grupúsculo de transformistas, alborotados como guacamayas en chaguaramo. Sus brevísimos tops y minúsculos shorts y minifaldas dejaban muy poca anatomía por descubrir. Tuve el impulso de cambiar de acera, pero en seguida lo deseché. Qué más me puede pasar que ya no me haya pasado, pensé. “Papi, eso sí está rico”, me exclamó uno de ellos cuando estuve a su lado. “Déjalo, mana, ¿no ves que es apenas un carajito?”. “Será carajito, pero mírale ese bulto, como que se puso contento cuando nos vio”. “Como para cogerle… cría, ese catirito”. Continuaron con su sorna durante el breve rato que estuve esperando el cambio de semáforo para poder cruzar la ancha avenida, y sus risas y chanzas me acompañaron hasta llegar a la acera del frente. 

Ya estaba cerca del plato de comida que, sabía, no me iban a negar, a pesar de haberme saltado el turno. Comenzaba a salivar ante la perspectiva de unos linguini al pesto, o unos spaghetti en salsa bolognese. Pasé por delante de El Chicote, y de pronto me vino a la memoria una imagen que debí recoger estando muy pero muy pequeño: un coche negro, de los que llamaban, vaya saber usted por qué, victoria, al cual estaba enganchado un caballo, aguardando orillado a la acera por algún pasajero. El último de los cocheros, ese Isidoro que inmortalizaría Billo Frómeta en una de sus nostálgicas composiciones dedicadas a la Caracas vieja. Esa ensoñación fugaz fue reemplazada por la realidad de una hilera de taxis, Dodge Darts y Galaxies de la década anterior, que se encargaban de llevar y traer a las ficheras que entretenían a los clientes del antiguo cabaret; los choferes estaban fuera de los carros, conversando, fumando un cigarrito, haciendo tiempo en esa noche de sábado que recién comenzaba, para ellos.  En ese momento decidí dar un rodeo, innecesario en condiciones normales, con tal de no pasar por el frente del restaurant chino. Algo de vergüenza, o algo de temor más bien, me empujó a tomar esa decisión tan poco racional. Así que me desvié por la Valparaíso, caí en Las Acacias, y al llegar a la Previsora di por culminado el periplo de ese sábado tan particular.

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