Hong Fu. Episodio 3. El golfeado que no fue. Mirco Ferri

Hong Fu 
Episodio 3 – El golfeado que no fue
La madame me agarró movido en segunda, y fui out de calle. Es una torpe analogía, lo sé, pero fue exactamente lo que pasó: con la cara encendida como uno de los faroles redondos de papel crepé rojo que adornaban (es un decir) el local, me fui casi que corriendo, dejando mi pan a medio consumir sobre la mesa, mientras adivinaba las risas que les  provocó mi salida atropellada a las pocas personas que pudieron observarla.
En teoría, hubiese debido ir al restaurant italiano para cumplir con mi turno de noche; sin embargo, no tenía ningunas ganas de hacerlo, así que le pasé al frente,  por la otra acera, escondiéndome tras los árboles, procurando no ser visto por nadie conocido, y me dirigí hacia la calle real. Iba caminando como desconectado, no sé si me explico. Los pies se me iban solos, mientras en la cabeza me daban vueltas ideas e imágenes caóticas, y una sensación de vergüenza me envolvía, del estómago hacia arriba. Era algo parecido a la náusea. No paraba de reproducírseme en la mente la escena bochornosa que acababa de protagonizar; cada reedición era más grotesca que la anterior, y en ella quedaba peor parado. 
Mis pasos, que se gobernaban sin intervención mía, me llevaron hacia la acera norte de la calle Lincoln; tras bordear la Torre La Previsora, crucé la avenida Las Acacias, sin aguardar por el cambio de semáforo, esquivando carros,  y pronto estuve frente al lobby del Radio City. Me tentó la idea de entrar a ver lo que fuera que estuviesen dando, pero enseguida recordé el ruinoso estado de mis finanzas, y desistí. Me quedé viendo la cartelera, de gruesos bordes cromados y protegida por un cristal, que exhibía algunas fotos de la película que estaban pasando en la sala. Se trataba de El último tango en París, en uno de sus varios reestrenos. Entre las imágenes, resaltaba la que tanto escándalo provocó en sus días, esa en la que María Schneider está boca abajo, con el blujean por las rodillas, y  Brando encima de ella. La infame escena de la mantequilla, con la que habíamos fantaseado la mayoría de los adolescentes de la época, tras haber consumido en la hora del recreo toda la información que podían dar las ediciones de revistas piratas ilustradas con fotogramas de la película, que proliferaron a comienzos de los 70, buscando montarse en la ola que produjo el boom del film. Ya se estaba comenzando a armar una cola importante frente a la taquilla steam punk del cine, que parecía salida de una de las películas de Flash Gordon (las originales, no el aburrido  remedo de los 80, cuya única virtud fue la música de Queen).  A unos cinco años de su estreno, la película continuaba despertando pasiones, por lo visto.
Seguí mi camino hacia el este; al llegar a la esquina de la calle Acueducto (todavía no se la habían dedicado al estrafalario y genial pintor Pascual Navarro), quise esquivar el bullicio proveniente de las mesas al aire libre del Gran Café, y me fui hacia la acera opuesta. Allí me esperaban las vitrinas de dos de las tiendas más atractivas que tenía Sabana Grande, para mí: “El disco de oro”, y la entrañable librería “Suma”, que estaban puerta con puerta. Me paré un rato en la primera, para ver cuales novedades descubría. A pesar de no ser tan especializada como su vecina de enfrente, la muy bien ponderada Archivo Musical, tenía un catálogo importante, y trataba de ofrecer lo más reciente en producciones discográficas. Esa vitrina, además, funcionaba como termómetro de la fiebre musical del momento. Comenzaba a bajar la temperatura del rock progresivo, que había dominado la escena desde comienzos de la década, y le daba paso a una música mucho más primitiva pero contestataria, el punk. Así que compartían estante el “Animals” de Pink Floyd, el icónico “Never mind the bollocks” de Sex Pistols, y el álbum debut de The Clash. También el hard rock, que todavía no había popularizado su denominación más moderna de  “heavy metal”, por lo menos en el país, tenía su representación, en los acetatos  “Let there be rock” de AC/DC, y “Sin after sin”, de Judas Priest. “En lo que tenga plata, me compro el Animals”, pensé. Pasaba de lo otro, en realidad. Estaba demasiado contaminado con los sonidos sofisticados de mellotrones, sintetizadores y demás artilugios electrónicos que caracterizaban a mis bandas predilectas, y menospreciaba las otras tendencias dentro del rock.
Luego, me detuve a contemplar la vitrina de la librería. Todavía era un ser bastante inculto, pero la literatura me llamaba muchísimo la atención. Había leído mucho, para los estándares de mi generación, pero sin ninguna guía. Básicamente, leía cualquier cosa que me cayera en las manos, sin discriminar mucho, por lo que la cantidad de basura que había procesado hasta ese momento era considerable.  Me quedé viendo un rato los libros expuestos, a ver si reconocía algún autor. Pero nada, aparte del infaltable García Márquez que ya en esa época formaba parte de la cultura popular. Los nombres de Borges, Cortázar, Pavese, Poe, Mutis, Kafka, Kundera, Márais, todavía no me decían nada. Dirigí mi mirada hacia el interior del local, y vi lo que parecía una celebración: había varias personas con copas de vino en la mano, conversando de manera animada; un hombre joven, de espesa barba muy negra y  anteojos redondos, tomaba fotografías a los diversos grupos que se apiñaban en el largo y angosto local. Aunque mi cultura general era escasa, supuse que se trataba del bautizo de un libro. Por un momento jugué con la idea de ser el autor que homenajeaban en ese acto, de que los aplausos que resonaron momentos antes eran para mí. Tenía (tengo) la tendencia a soñar despierto. Me pareció reconocer algún rostro, visto antes en las páginas culturales de los periódicos importantes del país, que compraba algún esporádico domingo, pero no lo asocié a ningún nombre en particular. Por un momento me sentí tentado a entrar, para escuchar las conversaciones que entablaban esas personas del mundo culturoso venezolano, pero la timidez me lo impidió. Los observé un rato más, y luego volví a salir a la calle. 
Ya la noche había suplantado la claridad de la tarde, y la luz natural fue sustituida por la artificial de los cientos de luminarias que transformaban aquella calle en una marquesina sin solución de continuidad. Casi todos los negocios tenían sobre sí un letrero en coloreadas luces de neón, anunciándose, compitiendo por la atención de los transeúntes que dedicaban la tarde del sábado a pasear de arriba abajo por esa calle que era la predecesora de los centros comerciales que luego se popularizaron tanto, y a realizar compras, suntuarias o necesarias, en  alguna de las tiendas que se alineaban a lo largo de las aceras, desde Plaza Venezuela hasta Chacaíto. Parejas tomadas de la mano, familias de papá-mamá-hijitos con sus ropas de paseo, grupos de muchachos vociferantes. Mientras vagaba sin destino preciso, sentí un repentino antojo de comer un golfeado con queso de la panadería 900, uno de los pocos placeres que estaban al alcance de mi exiguo bolsillo en ese momento, así que enfilé hacia allá. Pero un evento a la altura del callejón de la puñalada, o Pasaje Asunción según la nomenclatura oficial y desdeñada, me detuvo.
 Había una pequeña muchedumbre arremolinada frente a un Mustang blanco, sobre çuyo capó un sujeto, de apariencia aindiada, de mediana estatura, pelo lacio y largo y lentes Raiban, comenzaba a dar un mitin, o más bien una perorata sin mucho sentido. La curiosidad me hizo acercarme más de lo debido, como constataría un poco más tarde, y me dispuse a contemplar el espectáculo. 
“¡Colombianos!” gritó. “Dado que no nos prestáis vuestros vulgares y plebeyos oídos, os multo a retribuir en vino la ofensa que habéis, la bofetada que habéis, el escupitajo (y aquí lanzó un gargajo) que habéis lanzado a la cara, al rostro inmortal y luminoso de vuestro inmortal conductor”. Y continuó por un largo rato, con una labia envidiable. Cada vez más gente se congregaba a su alrededor, y le reía las gracias ininteligibles que disparaba como si fuese una ametralladora de hablar. Habrían pasado unos diez minutos desde mi llegada, cuando de pronto apareció una patrulla, escoltada por una jaula, por la Casanova, y ambos vehículos se estacionaron a pocos metros del Mustang. De la patrulla bajaron cuatro peemes, y comenzaron a repartir rolazos sin discriminar a nadie. La pequeña turba se disolvió al instante, y yo traté de escapar en medio de ella, pero una mano enguantada, y un garrotazo en toda la mitad de la espalda, que me dejó privado, me lo impidieron. 
Un policía, el dueño del rolo que me había dejado en tan precarias condiciones, me arrastró sin ninguna consideración hacia la jaula, y, a pesar de mis protestas y mi intento de demostrar que era menor de edad, me subió en ella de un solo y violento empujón. Un seco “Cállate la boca pendejo no me estés hablando o te sacudo otro rolazo pero por la jeta para que respetes a la autoridad” obtuve como respuesta. No sería el único dentro del vehículo; pronto, una docena de otros muchachos, con edades que estarían cercanas a la mía, sobrepoblaban el vehículo carcerario. Desde mi puesto, pegado contra la barras de la jaula, sin casi poder moverme por el apretujamiento, pude ver cómo el orador, sin ninguna prisa, pudiera decirse que despreocupadamente, entraba al Mustang por la puerta del copiloto, y una mujer rubia, hermosísima, vestida con una batola de aspecto hindú, lo hacía por la otra; en un instante el carro retrocedió hasta la calle real, y se me perdió de vista cuando enfiló hacia el oeste. 


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