Hong Fu. Episodio 2. El cuerpo del delito. Mirco Ferri
Hong Fu
Episodio 2 – El cuerpo del delito
Las dos semanas siguientes fueron de días raros. Recuerdo que pasaron como esos sueños disparatados, que son, hasta cierto punto, incómodos, molestos. Tal vez eran tonterías mías, pero tenía la impresión de que Ignacio me andaba evitando, luego de aquella extraña visita nocturna al local chino, en donde me sometieron a un oráculo que me fue tan poco propicio. No había vuelto a acercarse a nuestro reducto tras la barra, y eso me indicaba que algo no andaba bien. Por otra parte, como tuve mucho tiempo para meditarlo, mi esfera racional prevaleció, y al final decidí que aquella tirada de monedas no tenía ningún significado, y que muy posiblemente la madame todavía se estaría riendo de mí, ese ingenuo muchachote que cayó en su broma tan elaborada. Mi orgullo herido me exigía una reparación. Así que me fui armando de valor, hasta que por fin me atreví a regresar al sitio, esta vez solo.
Un sábado, al terminar el turno del mediodía, cerca de de las 4 de la tarde, salí del restaurant y crucé la calle, con la firme intención de entrar al chino y hablar con la madame. Pero, a medida que me acercaba, mi decisión inicial se iba atenuando, y mi andar se volvió algo vacilante. Cuando llegué al frente, lo confieso, me acobardé, y decidí seguir de largo para ver si se me quitaba la estupidez. Sin darme cuenta, los pies me fueron llevando mientras cavilaba, y me encontré frente a una fuente de soda, famosa por los helados que expendía: los muy célebres Castellino. Pensé que era un sitio tan bueno como cualquier otro para hacer una pausa, y entré, tomando asiento en una mesa cercana a la salida. Creo que pedí un refresco, o algo parecido. Estaba allí, con la bebida que había ordenado ya servida, sin lograr decidirme, y para pasar el rato me puse a observar a la gente.
En una de las mesas estaba sentado un muchacho flaco, de cabello largo y despeinado, con la cabeza entre los brazos, y la mirada fija hacia el suelo, puesta en sus zapatos. Eso llamó mi atención, y continué viendo lo que hacía. Me pareció, pero no podría jurarlo, que estaba dejando caer bolitas de saliva hacia ellos. “Pedazo de loco”, pensé. De pronto, se levantó como poseído por un arrebato, fue al teléfono público que estaba colgado de una pared, marcó un número en el disco tras depositar una moneda en la ranura, y comenzó a hablar con alguien, pero enseguida trancó. Al hacerlo, bajó el brazo con demasiada fuerza, como con rabia, y le pegó un codazo a una niña que tenía al lado, quien comenzó a llorar. El joven se sonrojó en un segundo, y trató de excusarse con la muchachita; no pudo hacerlo, pues su papá la buscó enseguida, en medio de gritos, y la volvió a sentar en la mesa, de donde se había levantado para pasear por el local. La niña tenía frente a sí un helado servido en una de esas copas cónicas, de vidrio, con la superficie acanalada. Por el color, supuse que era de chocolate. Poco a poco se fue calmando, y ya moqueaba en silencio sobre el helado semiderretido, cuando comenzó a reír de pronto, por algún motivo desconocido para mí, y fue tanta su agitación que terminó derribando la copa de helado, que se destrozó al llegar al suelo. El papá reaccionó plantándole una violenta bofetada a la niña, que otra vez comenzó a llorar pero mucho más fuerte que antes, tal vez desconcertada, más que por la violencia del golpe, por la actitud de su padre. El hombre estaba en realidad furioso; tomó a la niña por un brazo y se la llevó arrastrada hasta salir del local.
Un poquito más tarde se levantó el muchacho también, y cuando me pasó por el lado pude verlo mejor. Era un poco mayor que yo. Antes de salir, me miró y me dijo: “¿Viste al viejo? Vaya loco, ese español. Tremendo bofetón le metió a su hija”. Por no quedarme callado, contesté cualquier cosa; tal vez, asentí sin mucha convicción. Él continuó hablando, como si necesitara desahogarse con alguien. “¿Sabes? Creo que fue mi culpa. Le andaba haciendo morisquetas para que dejara de llorar, y la hice reír tanto que tumbó la copa. Ahora me siento mal, vale. Me siento miserable. Le arruiné el sábado a la pobre niñita, y a su papá. Eso me enferma, realmente me enferma. Mira, pareces un tipo agradable, poeta. ¿Qué andas haciendo aquí, solo? ¿Te plantó una novia también? Hay un teléfono por allá, por si quieres llamarla. A mí me fue fatal, pero a lo mejor tú tienen más suerte”. Poeta, otra vez. Vaya manía. “No, no es eso. Estoy haciendo tiempo para una cita”. “Bueno, pero qué misterioso. Está bien, pues. No me digas un coño. Oye, ¿Tendrás un bolívar que te sobre? Estoy en la lona”. Me registré los bolsillos como por no dejar, pues sabía que estaban vacíos. “Que va, yo también ando limpio”. “No importa, ya veré como resuelvo. Coño, quedé con un amigo para vernos aquí, pero no tengo ningunas ganas de hablar con él. Es que el tipo es la mata del fastidio; sé que voy a morir del aburrimiento si paso cinco minutos con él. No sé para qué le dije, parezco medio loco. Bueno, no te sigo molestando. Chao”. Y salió a la calle, pero no fue a ningún lado, sino que se quedó como dando vueltas por el lugar, tal vez esperando a su amigo.
Gracias a ese peculiar acontecimiento, pude despejar la mente, y dejar de pensar tanto en lo que me llevó allí; me di por satisfecho, pagué mi refresco con un billetico de cinco que cargaba en la cartera, guardé el vuelto, y me fui más decidido hacia el lugar que tanto me intrigaba.
Esta vez no hubo necesidad de tocar la contraseña contra la reja, pues el local estaba abierto al público en general. Pero, ¿qué pasaría? No se parecía en nada al lugar que conocí aquella noche. Todo el lujo oriental que recordaba había desaparecido, o tal vez mutado bajo la fuerte iluminación de las lámparas de tubos de neón que colgaban del techo. Me planté en el medio del salón, como desorientado, sin saber bien qué hacer, viendo hacia todos lados en búsqueda de alguna cara conocida, pero fue inútil. Se me acercó un mesonero, y sin mucha cortesía que se diga me preguntó si deseaba algo. No me atreví en ese momento a indagar sobre la madame, y entonces respondí que quería comer. El hombre me señaló una de las mesas vacías –por la hora, estaban casi todas desocupadas- y tomé asiento. Un mantel rojo con motivos orientales cubría la mesa; sobre ella, un dispensador con dos recipientes de vidrio, uno de los cuales con un líquido negro, y el otro con uno entre rosado y naranja, un salero, un servilletero de metal a medio llenar, y un cenicero.
Al rato el mesonero regresó con un menú, me lo puso al frente y me preguntó: “¿Qué vas a querer, chamo?”. Como me consideraba parte del gremio, me sentí insultado y maltratado por aquel tercio, así que decidí darme todo mi tiempo, y le dije, con toda la frialdad que pude: “Déjeme leer la carta primero, sin tanto apuro”. El tipo me soltó una mirada entre burlona y despreciativa, no dijo más, y se fue hacia la barra. Mientras tanto, por no dejar, me puse a ojear el menú. Saqué la cuenta mental de la plata que me quedó en el bolsillo tras la visita al Castellino, y vi que, tal y como me lo imaginé, nada estaba a mi alcance. Pensé en abortar la misión e irme, pero pasó algo inesperado: el mesonero apareció de repente, y me puso al frente una cesta de pan con un par de piezas dentro, una bandejita de metal luciendo sobre ella un cubo de mantequilla en papel metalizado, un juego de cubiertos envueltos en una servilleta, y un plato. “¿Ahora qué hago?”, me pregunté. Claro que podía irme, pero eso significaría rayarme para siempre con la madame, pues con seguridad el mesonero le iría con el chisme (sí, ya sé lo que están pensando, pero, recuerden de nuevo, tenía 17 años, era medio bolsa, y me gustaba montarme novelas mentales). Me puse nervioso, y sin pensarlo tomé una de las piezas de pan, la partí con la mano, desenvolví la mantequilla y con el cuchillo agarré una porción, con la que unté uno de los trozos del panecillo. Ya no podía dar marcha atrás: irme ya no era una opción. El cuerpo del delito estaba en mi mano, y le había dado un mordisco. No sabía qué hacer: me leí otra vez el menú de punta a punta, esperando por un milagro, por la aparición de un guarismo inferior a la ínfima cantidad que llevaba conmigo, pero nada. Si acaso media ración de lumpia, pero ¿me la venderían? No, no iba a correr ese riesgo. Comencé a sudar como si estuviese en un sauna.
Ya comenzaba a desesperarme, cuando, como aparecida de la nada, una voz cercana a mi oreja me susurró: “Ah vaina, poeta, te dije un año pelo no te epelate ni un mes”.
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