En Caracas de 8 a 5. Capítulo IX. Death and taxes. Luis Garmendia
Capítulo IX
Death and taxes.
El Saba American Bar era una extensión de la caja torácica de James Kee; sus risotadas resonaban en toda la hidra de perfumes melosos, aromas de tabaco y olores de desinfectantes, arrinconando a la música y correteando a las conversaciones de los otros clientes, que debían conformarse con la compañía de las chicas menos demandadas, porque las muchachas V.I.P se concentraban en que el musiú siguiera carcajeando, bebiendo litros de guisqui, obsequiando sidra a precio de Dom Pérignon y repartiendo propinas. Sus brazos abarcaban toda la extensión del sofá semicircular que ocupaba y recibían palmaditas reprobatorias de Ámbar y Kristal, quienes nunca habían escuchado rugidos de felicidad como esos, que solo podían caber en ese tejano de dos metros quince. Kee nunca pagó por sexo (se decía que después de cada farra, regresaba solo al local a la hora del cierre y se iba con dos o tres chicas que deseaban entregarse al placer autojustificado y gratuito con aquel tipo desenfrenado que había contraído las furiosas fiebres hedonistas del trópico). Pagaba por beber, por obsequiar diversión a sus amigos, y recientemente había pagado por una concurrida iniciación sexual para Roger Troncone, pero sobre todo, pagaba por escuchar las historias de Olga, quien solía ser llamada de su retiro cada vez que Mr. Kee anunciaba visita. Por alguna razón, Olga había descifrado el conjuro de la risa de Kee, y por eso el gringo se aseguraba siempre de encontrarla en el lugar.
- ¡Coño, James, si te sigues riendo no puedo terminar de contar la vaina!- Era colombiano, nos contactó a través de un cliente que tenía negocios en Valledupar. Lo arrecho es que ni pinta de árabe tenía, parecía un tipo cualquiera. En Caricuao das una patada y te salen veinte igualitos. Y dígame yo, con esta pinta de Pastoreña, era una de las esposas, supuestamente la favorita. Tenía que estar siempre atrás de él, pero no debía hablar con nadie- Kee vomitó otra carcajada y luego preguntó entre lagrimas y con la respiración entrecortada: “¿Y de que país árabe se suponía que eras?”.
- Yo no conozco esa vaina, musiú, que coño voy a saber. Yo iba calladita con mi velo y mi trapero- El lugar volvíó a temblar con la risotada de Kee-¡Fuck!
El joven Troncone no encontraba mayor gracia en el asunto, su concepto de odalisca, que fue el término que usó Olga, era el de una mujer árabe bien buena, como las presentaban algunas viejas películas de los años cuarenta y cincuenta en la televisión local, y Olga debió de haber estado buena. Tampoco veía nada extraordinario en que un colombiano, fingiendo ser un jeque árabe, hubiese estafado a media élite económica venezolana, básicamente porque el venía de un mundo donde las moscas podían mutar a hormigas, un hombre mono peleaba contra las momias del Ávila y Carlo Giusto había logrado aprobar ya varias materias de Ingeniería en una Universidad privada con más prontuario que reputación.
- Nos reunimos en Aruba, donde el tipo nos dio las instrucciones. Nunca nos dijo su nombre, se presentó como El jeque. Fue muy amable y nos dio la mitad del dinero prometido, pero también nos dijo que si abríamos la boca, sus amigos -dos gorilas inmensos que jamás dijeron una palabra- nos lo iban a quitar y que además lo íbamos a lamentar. Agarramos el avión privado y aterrizamos en Maiquetía. Yo no sé cómo coño hizo ese carajo, pero nos estaba esperando un funcionario de la Cancillería. “¡De la Cancillería! ¡Es como si fuera el Departamento de Estado, Roger!” dijo Kee como preludio a otra carcajada. Tan familiar se le hacía ya el muchacho, que inconscientemente juzgaba que su afecto le había implantado algo de sus propias formas de entender la realidad y algo de su propia historia. Para Kee, Roger debía de entender lo que era el Departamento de Estado, como entendía lo que eran las panquecas con las que desayunaban antes de ir a las reuniones del grupo de rescate “Pasamos sin peo y llegamos al Hilton. El Jeque ya había entusiasmado al dueño de unas minas de Guayana y el tipo le había regalado unos frascos llenos de pepitas de oro. ¡Comienza a ese loco a repartir pepitas de oro de propina! Bueno, la locura. Toda Caracas quería conocer al jeque.
-¿Pero era oro real, Olga? - preguntó Kee.
- De bolas que era real, esas pepitas fueron a parar a cada escritorio importante de la ciudad, era una prueba de que el jeque no estaba hablando paja. Junto con las pepitas llegó la noticia de que el jeque quería invertir más de 200 millones de dólares, y todo el mundo vio una oportunidad de negocios. Con el otro frasco el pana organizó una rumba arrechísima en el Hilton. El fue de traje y corbata, pero nosotras fuimos atrás de él, vestidas de princesitas árabes- Nuevamente la vida de Kee limpió de conversaciones el ambiente. “Pero, ¡cómo van a pensar en un harem como el de películas! ¿nadie sospechó nada?”
- Bueno, hubo un momento en el que sí nos asustamos, porque se presentó un señor gordo, que parece que sí sabía de Arabia por la cosa petrolera y le empezó a preguntar sobre familias árabes. Por primera vez vi al colombiano incómodo. Entonces a la turca, que le decían así porque hacía danza del vientre, se le ocurrió ponerse a bailar frente al señor, y el colombiano hizo como si estaba embebido con el baile. El que hacía de asistente del jeque aprovechó para presentarle al gordo un güisqui carísimo que traía en un maletín y pidió para servirlo. Ahí se fue la conversación por otro lado y Ej jeque se fue a la pista a bailar salsa. De ahí en adelante todo fue fácil y rápido. Los empresarios le llenaron la habitación de maletines con dinero para arrancar los negocios. El último día se fue de compras y pasó cheques sin fondos por relojes, trajes a la medida que se los hicieron en horas y cuanta vaina quiso. A la mañana siguiente no quedaba rastro de Jeque, maletines ni nosotras. Yo pasé dos años en Colombia viviendo como una reina y después me devolví tranquilaza.
- ¿La policía nos los buscó.
- Caracas creyó porque quiso creer y olvidó porque quiso olvidar. ¿Quién coño iba a denunciar nada? ¿Quién quería reconocer públicamente que había sido tan bolsa, gringo?
- ¡Este país es maravilloso, Roger¡ ¡Fucking country! ¡Olga, nos acabó el güisqui, pide otra que estamos celebrando por Roger otra vez!
Olga hizo una seña al mesonero mientras miraba con picardía a Roger: “ No me digas que quedaste fallo de la vez pasada, príncipe”, le dijo a Roger, y el comentario fue como una orden para Ámbar y Kristal, que serpentearon de los brazos de Mr. Kee a los predios de Roger Troncone. Ámbar era una negra de la costa colombiana, de cuerpo firme, y volúmenes generosos, distribuidos en proporciones perfectas. Había sido la maestra de ceremonia de la iniciación del muchacho; bailó desnuda frente a él mientras dirigía a dos chicas más -muy jóvenes- en el proceso iniciático. La propia Olga había seleccionado a las jovencitas: con relativamente poco tiempo, pero no inexpertas: que no destilaran mucha sapiencia, ni dejaran ver el desgano de las más curtidas o la incomodidad de las novatas. Nada que inhibiera al protegido de James Kee: “tú me le vas a bailar y supervisas que me traten bien al carajito”, instruyó a Ámbar en su momento. Kristal, era también voluptuosa, pero pequeñita, rubia improvisada sobre piel cobre de Naiguatá, y con unos deseos de facturación inmediata que desafinaban un poco en el concierto de Olga. Puso sus labios en la oreja de Roger para susurrarle de una manera que terminaba siendo más asmática que sexy, “papi, yo no estuve en esa fiesta tuya, ¿Cómo te gusta? A mí me gusta arriba”. “
-No, no, muchachas, no. Nos tomamos dos rondas más y nos vamos. Precisamente la celebración es porque Roger entra en el grupo de rescate ya en serio y mañana tiene que estar fresco, no me lo van a debilitar- dijo Kee antes de reír de nuevo.
- ¿Has seguido con eso James? -preguntó Olga socarronamente- Dios no quiera, pero te vas a venir dando coñazo en esa vaina, gringo loco
- Death and taxes, dear.
- Yo me le echo encima al primero. My doctor is right: la misicurva del pasillo es muy estrecha y tienen que venir de uno en uno. Si neutralizamos al primero y lo mantenemos en el medio, el otro va a tener dificultades para disparar porque podría darle al compañero. Es cosa de aprovechar la sorpresa, como dice el doctor. Aquí hay cosas con las que podemos hacer un arma: un pedazo de metal de los archivos, el palo de la escoba de las cosas de limpieza que encontramos…Yo me le tiro encima al tipo para tratar de agarrar el arma y el doctor lo golpea con algo. Entre los dos le podemos quitar la pistola.
Oneida no podía reconocer a Troncone, lo sabía disparatado y con afanes de protagonismos que terminaban resultando graciosos, tanto como su Inglés envanescente o su Español de uso privado. Jamás había visto en él tanta determinación ni esa mirada a la que no parecía posible presentarle alguna oposición. - Troncone, no seas loco, te van a matar.
- Death and taxes, honey!
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