Hong Fu. Episodio1: Las mieles secretas. Mirco Ferri.

Hong Fu
Episodio 1: Las mieles secretas
Mirco Ferri

Han pasado más de cuarenta años, y ya no existen ni los lugares ni algunos de los protagonistas de esta historia, por lo que identificarlos con excesivo detalle no tendrá mucho sentido para la mayoría. Digamos que fue en Los Caobos, muy cerca de La Gran Avenida; digamos que involucró a un restaurant italiano y un tugurio chino; digamos, por último, que, además de mí, estuvieron implicados Ignacio y la madame. 
Ignacio era una especie de factótum en el restaurant italiano; un todero, como se designa de manera habitual a los personajes que no tienen un título, una profesión o un oficio bien establecidos, pero pueden tanto pintar una fachada como purgar una poceta trabada, o reparar un corto circuito. Ignacio hacía (o aparentaba hacer, no lo sé muy bien en realidad) todas esas labores; no me constaba, pues por lo general estaba sentado, con una botella de cerveza a su alcance y su eterno cigarro entre los dedos, pontificando sobre algún tema, por lo común esotérico, o conspirativo. No sé cuántas bragas tenía; lo cierto es que nunca lo vi vestido de otra manera, ni siquiera la vez que salió a cenar con nosotros al Carrizo, y nos inició en las propiedades y virtudes del cannabis (de manera teórica, para nuestra frustración). La braga, la gorrita de visera recortada y la barba siempre descuidada (no sé como lo lograba, pero  la tenía todo el tiempo igual de larga y dispareja, parecía una cosa postiza) eran los tres atributos visuales que permitían que Ignacio se diferenciase del resto de los humanos que veían transcurrir los días en aquel restaurant, que estaba luchando por deslastrarse de su anterior imagen de “ambiente familiar”, de “menú ejecutivo”, para entrar en la élite gastronómica de la Sabana Grande pujante de finales de los 70.
En ese tiempo había comenzado mi improvisada pasantía en aquel restaurant, acicateado por el aburrimiento de unas vacaciones escolares que no tenían mayores perspectivas de diversión. A falta de mejores opciones, entonces, acepté la propuesta de mi amigo, y comencé a ayudarlo en las labores que le correspondían como hijo de los gestores del local  —un espacio en “L”: un pasillo largo que desembocaba en un saloncito con tal vez unas quince o veinte mesas con manteles a cuadros, una barra en donde se despachaban las bebidas frías y calientes y se procesaban las cuentas, y las puertas batientes, de aluminio, que comunicaban con la cocina y nunca estaban quietas en las horas pico, ya que el tráfico de mesoneros entre el comedor y la cocina era incesante—,  que se limitaban a sacar los refrescos de la nevera, exprimir naranjas, de vez en cuando preparar el café, en las modalidades negro corto-negro largo-marrón-con leche, en las ocasiones que se ausentaba el barista (no que se llamara así en ese tiempo, sería más bien el cafetero),  y ocuparse de la caja registradora. Todas labores sencillas y repetitivas, cuyo aprendizaje no fue para nada dificultoso. Así que comencé a frecuentar el restaurant todos los mediodías de 12 a 3, y todas las noches de 7 a lo que dispusieran los clientes habituales, que solían prolongar las veladas hasta más allá de la medianoche.
Por lo general Ignacio nos acompañaba, si no tenía nada mejor que hacer, y nos entretenía con los cuentos estrafalarios que sabía inventar. Una de esas noches nos comenzó a hablar sobre la madame. Una historia extraña, que no se entendía bien si estaba ambientada en el presente o en el pasado, y no tenía límites geográficos claramente establecidos; podía haberse desarrollado en Caracas o en alguna provincia china, porque lo único que nos quedó claro fue la nacionalidad de esa mujer, que aparentemente lo tenía obsesionado. “Ay, carajito. Cuando te consigas una mujer así, más nunca vas a querer salir de su cama. Olvídate de las mujeres criollas, vale. Las chinas son las que mandan; esas son unas diablas que te van a hacer ver el cielo al revés, que te van a llevar a la muerte chiquita de más  formas de las que puedes imaginar, ni que te pases un mes en el Urdaneta”. Y luego comenzaba a narrar las proezas sexuales que, según él, realizaba junto con la misteriosa mujer. Nosotros lo dejábamos hablar, y nos debatíamos entre el interés que nos generaba el cuento y la sospecha de que nos estaba metiendo una coba descomunal. Un poco para fastidiarlo, comenzamos a jalarle la lengua, a insinuarle que todo eso lo estaba inventando. Poco a poco la conversación se fue acalorando, hasta que él dijo: “¿Saben cómo es la vaina, pendejones? Que esta noche, cuando terminen de fregar los corotos que está ensuciando la cuerda de borrachos aquí presentes, van a conocer a la madame”.
No recuerdo con todo el detalle que quisiera lo ocurrido esa noche; solo sé que, de pronto, pasé sin transición de estar  tras la barra fregando vasos a cruzar la calle que separaba el restaurant italiano del chino, en donde iba a realizarse el encuentro con la misteriosa madame. Íbamos solamente Ignacio y yo; mi amigo había desaparecido. El local parecía estar cerrado, pero Ignacio dio unos toques a la reja de metal que lo custodiaba, toc toc toc, toc toc, toc toc toc toc, y esta se abrió como si fuese la puerta de una caja fuerte a la cual se le hubiese marcado la combinación exacta. Yo nunca había entrado a ese sitio, a pesar de tener que transitar por su frente casi todos los días. Tenía entendido que era un tugurio de mala muerte, una taguarita infecta, como lo hacía suponer el letrero sobre su entrada, un escándalo de letras rojas en tipografía vagamente asiática que componían las palabras ”HUNG FU”, y un eslogan que proclamaba “La mejor comida china de Venezuela”, pero estaba inmerso en tal suciedad que se hacía difícil tanto leerlo como creerlo. El local se hallaba sumido en la penumbra, por lo que pasó un rato antes de que pudiera entender que mi impresión había estado errada. No, no era una taguarita de mala muerte. Era todo el imaginario que guarda el mundo occidental sobre el esplendor de la China milenaria, condensado en treinta metros cuadrados. No había espacio que no estuviese adornado con un objeto o una imagen asiática. Los dorados y los rojos destacaban sobre los tonos marfil; osos, elefantes, tiburones, gaviotas estaban representados por doquier. Y, por supuesto, un enorme gato de la suerte no paraba de mover su pata delantera, sobre el gran mostrador que dominaba la escena, hacia el fondo. Ante él, había una docena de mesas semivacías, ocupadas por apenas unos cinco o seis parroquianos acompañados cada uno por una o dos geishas. No sé por qué tuve esa impresión, ni por qué esa fue la denominación que me vino a la cabeza para designar a las damas que compartían con los señores; tal vez fueron sus facciones, decididamente orientales; tal vez su vestimenta, una especie de kimonos floreados, que las forraban con firmeza pero dejaban imaginar que debajo de ellos había unas formas muy provocativas (algún purista me atajará aquí, indicando con toda la razón— que las geishas son japonesas y no chinas, pero no perdamos de vista que en ese momento era apenas un adolescente, mucho más inculto de lo que soy hoy). Todo parecía indicar que lo que se desarrollaba allí era la misma escena que se repetía en los numerosos locales nocturnos  diseminados por los alrededores, salvo por un detalle, aparte de la nacionalidad de las chicas: el silencio. No se escuchaba la algarabía propia de los bares de ficheras; los gritos, las risas ahogadas por la guaracha, el bolero o la salsa brava proveniente de la rocola o del equipo de sonido, de acuerdo a la antigüedad del local. No. En el sitio en donde estábamos se hubiese percibido el sonido de una moneda cayendo al piso.
A todas estas, yo iba detrás de Ignacio, como si fuera su mascota. Mi ánimo se debatía entre el temor a ese mundo todavía desconocido y la excitación que me producía estar en ese lugar tan equívoco.  En cambio, Ignacio se comportaba como si estuviera en su casa. Saludaba a todo el mundo, escogió una mesa entre las muchas desocupadas, y con un ademán me invitó a sentarme. Echó una ojeada hacia la barra, acompañada por un gesto de su mentón, y a los tres minutos teníamos ante nosotros sendas copas llenas, hasta un tercio de su capacidad, de un líquido ámbar. Yo tenía cierto conocimiento sobre las bebidas alcohólicas, pero esa que paladeé esa noche no la había probado nunca. Irreflexivamente, había tomado un trago largo, y el licor incendió todos los tejidos por donde transitó. Fuego líquido, pensé. Mi cara ha debido ser bastante cómica, pues Ignacio rompió el silencio reinante con una sonora carcajada. “Tráiganle un vaso de agua a este muchachón, antes de que se me ahogue aquí”, gritó con sorna. Tras apurar el agua, me recompuse, y mi orgullo me obligó a terminar la tarea que había dejado a medias. Con mucha mayor precaución que antes, acabé a sorbos corticos y espaciados la copa y, envalentonado, pedí otra. Ignacio me miró divertido, y me dijo que ya era suficiente por los momentos, que me necesitaba sobrio para ver a la persona por la cual habíamos ido a ese lugar. 
Casi al terminar de hablar Ignacio, una figura menuda, de largo cabello lacio, ojos rasgados y nariz y boca diminutas, cuya edad me fue imposible adivinar, se acercó hasta la mesa, tomó asiento entre nosotros, me echó una larga mirada y le preguntó: “¿Tú te volvite loco? ¡No tlael menole al establecimiento! ¡La policía me va a celal el local si hace una ledada!” “Pero bueno, mi reina oriental, ¿te vas a poner con esa? Este es mi pana el poeta, y tiaseguro que menor, menor, no es; por lo menos tiene veinte años”. No sé si mentía a propósito, aunque supongo que sí. Había recién cumplido los 17, y mi cara no los evidenciaba, a pesar de mi empeño en criar un mostachín que no pasaba de ser un miserable frenazo de bicicleta. “Así que poeta, ¿no?”. No sé de donde había sacado eso el loco de Ignacio, pero no me atreví a contradecirlo, y asentí. “A vel, eclive una poesía en esta selvilleta, poeta”,  dijo la madame, y me puso delante una, junto con un bolígrafo que extrajo del escote. Yo lo tomé, e hice la pantomima de ponerme a escribir, pero esta vez fue la risa de la mujer la que salió en mi auxilio. “Sí ele bobito,  niño. A lo mejol telmina de veldá siendo poeta, pol lo bolsa. ¿Qué tan tomando? Yo quielo champán”.  El mesonero que nos había atendido antes, solícito, destapó con destreza frente a nosotros una botella verde, dejando oír el sonido que me era familiar por haberlo escuchado desde mi primera infancia en los fines de año, y puso tres copas en la mesa, las cuales llenó hasta casi rebosarlas. Y brindamos. No supe el motivo del brindis; Ignacio se lanzó una de sus peroratas inteligibles, y la madame se la rió a gusto. 
“Bueno, miamor, en realidad estamos aquí porque mi amiguito tiene un problema, o, mejor dicho, una urgencia”, soltó Ignacio, luego de que la botella, cumplido su propósito, fuera colocada boca abajo en la hielera. “¿Sí? ¿Una ulgencia? ¿Cuál selá?” Mis ojos, a punto de salirse de sus órbitas, se posaron sobre él, quien hizo caso omiso a mi mirada atónita, y continuó: “Sucede, pasa y acontece, mi caramelito asiático, que el poeta nunca ha, como te lo digo, nunca ha paladeado las mieles secretas de una china, y tiene mucha curiosidad”. Carajo. Mieles secretas. Como que el poeta era otro. No dejaba de tener razón, pero ese no era el motivo por el que lo había acompañado. ¿O sí? La madame me miró largamente, con una mirada escrutadora pero impenetrable, y dijo: “No lo sé, tal vez no esté plepalado para eso, ta muy jojoto. Pelo vamo a consultalo con lo oláculo”. Se levantó, desapareció tras una puerta oculta entre la ebanistería que recubría las paredes del local, y a los pocos minutos regresó con nosotros, trayendo con ella dos objetos: una bolsita de tercipelo, y un libro. 
Volvió a tomar su asiento, y depositó el libro sobre la mesa. A continuación abrió la bolsita, la sacudió sobre el mantel, y de ella salieron tres monedas color cobre, con un hueco cuadrado en el medio. Me las puso en las manos, y ordenó: “Lánzala tles veces, pero epela que anote, sin atolalte”. Lancé la primera vez; ella vio las monedas sobre el tapete y dibujó una línea continua. Lancé la segunda, y ella dibujó una línea interrumpida debajo de la anterior. Lancé la tercera, y volvió a dibujar una línea interrumpida debajo de las otras dos. Seguidamente, abrió el libro, lo consultó, meditó un rato, y mirándome a los ojos me dijo lo siguiente: “El aquietamiento es lo que salió, poeta. Tate quieto pol ahola, todavía no é tu tiempo. Vuelve dentlo de un año, y volvemo a tilal la moneda”. Ignacio la miró, como implorando por mí, pero ella volvió a su expresión inescrutable, y vimos que ya no había más nada que hacer.

Eso fue todo lo que pasó esa noche, o por lo menos todo lo que recuerdo. Cómo salí de allí, cómo llegué a casa, no lo sé, y no tiene mayor importancia, pues no hubo nada memorable o terrible que contar al respecto. Los acontecimientos más impactantes ocurrirían algún tiempo después.

Comentarios

  1. Aquella Caracas esplendorosa, saudita y multisápida tenía, sí, muchas "mieles" y muy diversas. La narrativa es una estupenda manera de rescatarlas. Mirco Ferri se pone a ello en este relato por episodios, entreteniendo el confinamiento...

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