En Caracas de 8 a 5. Capítulo VIII. ¡Qué fuerte, hijoerdiablo! Luis Garmendia.
Capítulo VIII
¡Qué fuerte, hijoerdiablo!
César estaba poniéndole hielo a su trago cuando entendió que su casa y él no eran opuestos; eran cosas simplemente ajenas la una a la otra, incapaces de definirse siquiera a partir de la negación. Ya casi ponía a punto su güisqui, cuando la tía Medarda interrumpió la sesión astrológica de Alejandra para referirse a ciertas cosas sobre Mercurio y sus alineaciones. El asunto no habría tenido mayor relevancia de no haber sido porque la señora estaba por cumplir seis años de muerta y realizó su intervención a través del cuerpo de Aldejandra, dejándola tiesa en posición de loto, con las pupilas en blanco y hablando con una vocecita de niñita superdotada, esclarecidísima y con absoluta paz interior. El trance fue repentino, un latigazo que interrumpió el discurso y la voz de Alejandra y que dejó a todos en silencio, dilucidando si la líder del grupo de astrología y crecimiento estaba ensayando un aleccionador recurso de comunicación, si estaban frente a una manifestación paranormal, o si algún tumor prefrontal finalmente se hacía escuchar. Solo César parecía impávido ante el fenómeno, sin apartarse del fondo de la cocina, moviendo el hielo de su güisqui con el dedo índice. Podía intuir que el cerebro de su esposa no padecía ninguna alteración estructural, y dudaba de que se tratase de una manifestación de la tía Medarda , porque la buena mujer no había tenido nunca la más mínima idea sobre astrología; su voz no era la de una niñita superdotada, esclarecidísima y con absoluta paz interior, sino más bien cavernosa y áspera, debido a los años dedicados a la lectura del tabaco; y por último, Medarda no pertenecía a la parte española de la familia de Alejandra, sino a la de El Tirano, por lo que difícilmente habría advertido “en Mercurio retrógrado eviten tomar decisiones importantes aunque sea sobre cosas que les molen”.
“¡Alejandra es materia! dictaminó el pupilo Eduardo, quien había acompañado a su mentora en aquellos días de primeros intereses por trascender la astrología para comenzar a investigar lo que denominaban el universo transpersonal, y que la tía Merdada llanamente habría llamado vainas de brujos. Mientras Eduardo pedía calma al grupo y preguntaba a la tía si quería dejar un mensaje a su sobrina antes de partir, César decidió tomar una caminata.
En el inicio de los años 90 , Parque Central ya no era el magnífico complejo que se llegó a considerar “el desarrollo urbano más importante de América Latina” y que prefiguró el auge petrolero, los ingenios gigantes de la industria pesada, la arrogancia petrodiplomática, las saltadas de chacos, la obesidad del Estado, el güisqui nuestro de cada día dánoslo hoy, el azote de Somoza, la proliferación del empleo improductivo, las plagiarias chaquetas a cuadros de Jimmy Carter y la proyección de Caracas como referencia de la actividad cultural en el continente. Algunas interrupciones u omisiones en servicios que no deben desfallecer en un coloso como ese, hacían prever el inicio del colapso, pero nadie pareció preocuparse demasiado; todavía era un sitio vital, vibrante, múltiple. En todo caso, a César le parecía una feliz decisión haber comprado el apartamento allí; antes del aluvión esotérico el lugar había sido un parque recreacional para Alejandra y él. Si bien en ciertos momentos les había tocado evitar o ayudar a un indigente, o presentir fallidamente un asalto en alguno de sus meandros, también habían disfrutado de privilegios como el cine, que no pocas veces exhibía buenas películas de autor; de los espacios del Museo Sofía Ímber y de la academia de danza donde Alejandra “se redescubrió desde su cuerpo” (quizás así haya empezado todo el asunto que hoy lo agobia). Habían invertido decenas de horas de curiosidad en el Museo Audiovisual, el Museo del Teclado y hasta una que otra en el Museo de Los Niños. También pudieron hacer buen uso de un Babel gastronómico, en el que convivían bandejas paisas con risotos, pulpos a la gallega con tumbaranchos marabinos, vieiras al pernod con club houses. El pasillo subterráneo de Parque Central era un mosaico de casi todos los semblantes de la Caraqueñeidad. Ahora, esa misma diversidad abrumadora era una puerta de escape, un lugar para caminar mientras la tía Medarda, o Medarda, la tía esa con reciente pasaporte transpersonal de la Comunidad Económica Europea, dejaba un mensaje y se iba, la muy hijaerdiablo, gamberra.
El café Catuche sería la trinchera desde la que resistiría esa noche, se sentía un poco Humprey Bogart cada vez que iba solo. Le gustaba escuchar a Jesús, el pianista, desde la barra; un señor iniciándose en la vejez, que afrontaba con una entereza dignísima su irremediable pase a la música ambiental, ese espacio de intérpretes invisibles y aplausos muy ocasionales, más cercanos a los buenos modales que al regocijo o a la admiración. Sin duda, se trataba de un pianista eficiente y con ruinosos destellos de buen talento en los temas venezolanos. “Al maestro Aldemaro Romero le encantaban mis variaciones sobre Esta noche me voy a emborrachar con mi mujer” , solía comentar cada vez que conversaba con César. Era una pieza obligatoria en su repertorio diario, la única que cantaba…para angustia de Luis Asprino, el dueño del local. Porque los buenos trances que Jesús llegaba a alcanzar en el piano, no tenían ningún equivalente en el terreno vocal. Su canto era un rumor sordo que ocasionalmente estallaba en agudos destemplados: “quién es usteeeeeeeeeeeeed, con mi mujeeeeeeeeeeeeeer, y cantéeééééééé, de esas que yo me séééééééé”. Como previsión sistemática, al terminar la canción, Asprino - que era un bonachón- se acercaba al piano, le daba una cálida palmadita en el hombro y le decía, “Es tocandito, Jesús, es tocandito”.
- Sí, una tía de mi esposa que vino de visita. Las dejé solas para que conversaran- En ese momento, Jesús comenzó a cantar el tema de Aldemaro Romero y César Marino tuvo la certeza de que nunca más habría una noche en la que se fuese a emborrachar con su mujer. -Luis, déjame aquí la botella.
- ¿Qué vamos a hacer con unas botellas?
- Estas son botellas de productos de limpieza- respondió Oneida mientras revisaba la caja que acababa de señalar a Cesar- Esto es cloro, se lo echamos en los ojos y los cegamos.
La falda media rota del vestido de Ondeida -agachada junto a la caja- volvía ceñirse al muslo y actuaba como un cilicio en la consciencia de César, era un momento de vida o muerte y no de fantasías rijosas. Se preguntó si su bisabuelo Carlos, que según su mamá había combatido en casi todos los bandos de casi todas las guerras civiles y levantamientos que vivió, habría pensado antes de cargar en las nalgas de la negra que tomó por esposa casi el mismo día que desembarcó en Cumaná, quizás con unos 300 años de retraso, pero con el ánimo de hacer fortuna intacto, así fuera a sangre y fuego. Él, por su parte, había pensado recurrentemente en Oneida, casi desde el día de su llegada: ¿Cómo iba a habitar esa muchacha de sonrisa franca y ojos miel tan vivaces en el tráfago repetido que constituía y limitaba inapelablemente la vida del funcionario? Parecía estar entusiasmada por el hecho del tener la vida por delante. ¿Vendría solo por un tiempo, movida por los indiscutibles beneficios económicos de la legal repartición de buena parte de lo recaudado entre los miembros de la notaría? ¿La idea mortuoria de forjarse una jubilación estaría en su mente? Sin dudar, era un trabajo de estudiante y ya, alguna hija de un amigo del Dr. Zamora a quien este le había conseguido una oportunidad para pagar sus estudios nocturnos, por algo la orientaba tan diligentemente.
La contemplación provoca ideas y el ego se resiste a dejarlas libres por el mundo. La mayoría de las hipótesis de César sobre los comportamientos de Oneida terminaban pegoteadas a la temblorosa conclusión de que algún atractivo encerraba él para la joven, y daban acceso a un ejército invasor de preguntas insilenciables que continua y autónomamente se formulaban en su consciencia, como si estuviese condenado de por vida a reproducir el final de un capítulo de radionovela: “¿por qué siempre me lleva café tan amablemente; ¿por qué se esmera tanto en arreglarse? no puede ser para Troncone; ¿En verdad está tan interesada en su carrera? Pareciera que las preguntas sobre Derecho son una excusa para hablarme”. Eran los días de gloria con Alejandra cuando estas dudas empezaron a asentarse en su mente, quizás por ello lo hicieran de manera tan inadvertida y pudieron manejar tan sutilmente y con absoluto anonimato decisiones como la compra de una corbata o un perfume nuevo. Con la aparición de la tía Medarda, el brillo de Oneida en la mente de César estalló cegadoramente, se transformó en entusiasmo matutino, en afeitetadas rigurosas y compras de dulcitos muy agradecidos por los cafés, en fantasías masturbatorias. Pero también se transformó en torpeza, en dificultad para acercarse, en mudez.
-No sé…un balde con cloro, parece muy poca cosa.
- ¡Es mejor que ese poco de archivos inútiles!
- Bueno, ya va- razonó César- Pongamos las ideas en orden. ¿Qué tenemos? Coincido contigo en que los tipos son unos improvisados y que nos han dado muchas ventajas. Por otra parte, tenemos que lograr alguna forma de sorpresa. ¿Alguien tiene alguna idea.
Todos quedaron en silencio . “Ay moñongo, ay moñongo, que contenta yo así me lo pongo”, confesó, en volumen muy bajo, Lila Morillo, antes que Troncone silenciara por completo al Sony.
-Hacer parecer cercano lo distante y distante lo cercano, dice Sun Tzu- comentó César- Ellos lo que pueden esperar es que intentemos evitar que abran la puerta, como efectivamente hemos estado pensando. Entonces abrámosla con fuerza.
Tres cuadras median entre la estación Artigas y la torre Maracaibo, y eran más que suficientes para que la entereza de cualquier decisión de abordar francamente a Oneida se desvanecieran en montones de dudas que se multiplicaban geométricamente hasta cegar por completo la mente de César y devolverlo al “buenos días Oneida, gracias por el café”. Había tramado para él mismo un argumento reconfortante, según el cual, a su inhibición se asociaba un efecto de presencia sutil que poco a poco iría sumiendo a Oneida en el sopor de un amor progresivo e inevitable; era una estrategia de largo aliento, que por cierto ya había consumido un par de años.
En una noche en el Café Catuche, su amigo Asprino, hombre a quien la barra le había forjado una aguda capacidad diagnostica sobre asuntos de la vida, le dio su dictamen: “de esa muchacha tú ya eres un amigo profesional” . Su prognosis no fue menos grave, “o haces una vaina que la sorprenda y que rompa por completo el acomodo de las piezas con las que has venido jugando o te jodiste.” Por eso ese día llevaba en el bolsillo una virgencita confeccionada en tres tipos de oro y esmeradamente envuelta para regalo. Había visto a diversas patronas acaloradas entre los senos de Oneida, y a su juicio, esta, que había comprado el fin de semana las superaba en belleza y elegancia a todas. Se había acicalado debidamente para la entrega y la declaración: corte de cabello juvenil, guayabera de lino azul aguamarina, pantalón beige y mocacines Rossi.
Las primeras horas del día fueron decepcionantes: el café llegó y fue agradecido con un caramelito; el “estás muy lindo hoy, César”, fue correspondido con un gracias timidísimo y con un repliegue aterrorizado, y la envoltura de la virgencita se malogró con el sudor de la mano de César, que la sujetaba en su bolsillo como se sujeta a una navaja oculta ante la inminencia de una pelea que, en el fondo, desea evitarse a toda costa. Pero no iba a haber un día más de justificación frente a Asprino; no había aprovechado los acercamientos de Oneida y era necesario irla a buscar, aunque se molestara inicialmente, como cada vez que alguien tocaba la puerta del cuarto amarillo para interrumpir su trabajo. La decisión lo conturbó, por lo que se llevó varias magulladuras al tratar de escapar de su escritorito, ignoró el llamado de la señora Gladys, que seguramente involucraba una larga consulta, avanzó decididamente por el pasillo y entreabrió lentamente la puerta. En ese momento decidió retroceder en silencio; habría sido inoportuno interrumpir al Dr. Zamora, que embestía el escritorio con los pantalones abajo, y con los elegantes tobillos de Oneida en sus hombros.
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