En Caracas de 8 a 5. Capítulo V. El Miedo es la brújula. Luis Garmendia.

Capítulo V
El miedo es la brújula.


“Las cosas que crecen geométricamente ocupan la totalidad de los espacios de un día para otro: hay una planta acuática que crece el doble de su tamaño diariamente, termina por cubrir el lago que habita y ocasionar un desastre ecológico. El día que creemos que aún contamos con la mitad del lago, es su último día de vida”  A Alejandra le encantaba usar este ejemplo en los talleres de crecimiento personal que comenzó a dar cuando su interés por la espiritualidad empezó a crecer geométricamente, a expensas de los espacios que César ocupaba en su vida: “Géminis rige la mente, y la mente rige al pensamiento. Ahora estamos teniendo mucha actividad en Géminis. Cuando unimos esto a la luna nueva, que está en Géminis, y a las intenciones de luna nueva que vamos a hacer, surge el momento de preguntarse ¿Qué voy a hacer con la luna nueva en Géminis para examinar mi mente y motivarme internamente?” El grupo de  estudio, arrobado por la lucidez cósmica de Alejandra, permanecía a la expectativa de la apertura del debate. Usualmente, era inaugurado por su sonrisa, que desde hacía unos tres años, se esforzaba por abundar en placidez, entendimiento, armonía. Esta vez, la acompañó con un gesto de su mano que apuntó a uno de los asistentes: un muchacho alto, flaco, barbado que amusgaba su expresión  como tratando de extraer cada detalle en las palabras de su coach astrológica.

  • Eduardo, ¿Qué nos puedes decir de tus intenciones de luna nueva?
  • Bueno Alejandra, como sueles decir tú: el miedo es la brújula.
  • Es verdad, el miedo puede ser como una brújula: ahí donde están mis miedos, ahí debo trabajar. ¿Qué dice tu brújula?
  • Que voy a trabajar en alejarme de las personas tóxicas.

Eduardo contestaba enfático desde el sofá de la sala y César sentía que profanaba el mausoleo de su vida sexual con Alejandra. Lo atestiguaba desde la cocina, con un café en la mano, con el silencio como única opción de participación en un mundo que ya no podía comprender. No sabía en cuál preciso momento el sofá había dejado de ser la invitación al encuentro urgente, para convertirse en la  gradería del foro astrológico. Intuía que debió haber signos inadvertidos  al principio, quizás todas aquellas palabras y expresiones nuevas que se fueron introduciendo hasta que los dos llegaron a hablar idiomas muy diferentes. Constelación familiar, carta astral, Kabbalah, aquí y ahora, insight , inteligencia emocional, coachee, Psicomagia, se atiborraron en el discurso de Alejandra, entorpeciendo cualquier posibilidad de entendimiento entre los dos. Lo peor ocurrió cuando las palabras que aun compartían pasaron a tener significados diferentes para cada uno. César se percató del desastre un domingo a la hora del almuerzo.

La mañana del domingo solía embargarlo en una sensación optimista y reconfortante, sobre todo porque era el preludio a un almuerzo distendido que penetraba la tarde y le concedía una pequeña dosis de irrealidad, amablemente administrada por los pousse-cafés. La selección del  lugar solía ser la coda de un encuentro sexual tan brioso y creativo como el ocio dominguero lo propiciaba. Además, gracias a las generosas bonificaciones que en ese entonces recibía por su gestión en la notaría, la escogencia podía realizarse sin que el dinero fuera una variable a tomar en cuenta, la decisión era causada enteramente por el antojo, la curiosidad o la nostalgia, y esa mañana el antojo se inclinó por el chivo en coco de la Cervecería Río Chico.

Parapetado al fondo de las Galerías Valencia de Chacao, el restaurant había soportado muchos cambios. Inclusive, su aviso luminoso había escapado milagrosamente al furor transformador del gobernador Diego Arria, quien en los años setenta intentó constituirse en una suerte de Barón Haussmann caraqueño con más empuje que buen gusto. En su afán modernizador, sepultó en concreto alguna parte de la memoria de la ciudad y arrasó con  la inmensa mayoría de los avisos luminosos, bastiones de la vitalidad de la noche de Caracas No obstante, por alguna razón, las dos jarras desbordantes de la Cervecería Río Chico aún anunciaban tozudamente el negocio y cantaban a la idoneidad de la temperatura de las cervezas que había servido durante décadas.

César venía pensando en las dominicanas de la cocina, cuyas ejecuciones serían tan beneméritas en Madrid o Montecristi como en la exigente Caracas de los años noventa. Un chivito en coco venía rondándole  desde que salieron de la casa; lo acompañó mientras condujo su Corsa -aún con los plásticos protectores desplegados en un asiento trasero que jamás había sido utilizado- , le hizo más llevadera la faena de conseguir dónde estacionarlo, y le ayudó a decidir rápidamente los tragos y las tapas preparatorias: pidió un güisqui en las rocas, unos pimientos fritos, unos boquerones a la vinagreta, una cesta de pan con ajo, preguntó a Alejandra qué quería pedir, y ella pidió perdón. 

-  ¿Qué te perdone qué, amor?
  • Ya tenemos casi tres años juntos, yo necesito tu perdón.
  • Pero, ¿qué pasó?
  • Han pasado dos años de convivencia, dos personas y sus desencuentros naturales, dos egos.  Supongo que alguna cosa desagradable has visto en mí, eso es inevitable. Entonces, pido la generosidad de tu perdón en lo que creas que sea pertinente.
  • ¿Me quieres confesar algo?
  • ¿Cómo puedes ser tan básico? ¡No seas tan elemental! Has vivido dos años conmigo, yo soy humana, tengo un lado oscuro, seguramente te lo he mostrado y quiero que me perdones.
  • Pero si yo me siento bien contigo, yo no tengo nada que perdonarte.
  • César, lo único que no podría perdonarte es que después de este tiempo no tengas la valentía de reconocer que hay cosas por las que debes perdonarme.

César, no encontró nada que perdonar y Alejandra no encontró nada de qué hablar. Un chivito en coco cumplidor pero muy silencioso le hizo saber a César, en medio de un olor a aceite bien curtido en frituras y de salteados de mar y tierra, que su relación había sido tomada por alguna confluencia astral o  por ciertas prevenciones crípticas a las que jamás lograría acceder.

  • ¡Somos rehenes, no hay duda!- dijo Oneida, en tono de resignación.
  • ¿Ay, caramba, por qué lo dice?- le preguntó Gladys, casi recriminándole su conclusión.
  • Señora Gladys, los disparos…a alguien le estaban disparando, y luego sacan así a Carmenhemberg…Querían mostrarla a la policía.
  • Después no ha habido más disparos- razonó César- Deben de estar negociando.
  • ¡Coño, César¡ En algo tenía razón Carmenhemberg, allí afuera no debe de estar SWAT, allá está la Guardia Nacional o la Policía Nacional Bolivariana y van a arreglar esto como arreglan todo. Estos malandros nos van a matar antes que los maten a ellos, si no es la policía la que nos mata en el tiroteo.

Gladys intentó ponerse en pie tan rápido como podía y trabajosamente lo logró, impulsada por la rabia,  el único afecto que podía construir cuando enfrentaba sostenidamente la frustración. “¡No todos los policías son como ustedes dicen, yo he conocido policías muy buenos!” Recordó a un andino, seguramente tachirense,  de unos cuarenta años, sentado en la sala de su casa con los antebrazos descansando en sus piernas y ligeramente inclinado hacia ella, esperando pacientemente su versión de lo ocurrido; recordó a su vecina de toda la vida dándole una infusión de tilo; recordó los llamados de su madre desde su cuarto de inválida, recordó a dos vecinas más, “tranquila Gladys, nosotras la estamos atendiendo, tú tranquila”; recordó una sensación de vacío en el estómago y un aturdimiento general, sus vecinas, sus vecinas hablándole al hombre, “yo la oí gritar y después el golpe”, su madre que no paraba de llamar, gritaba su nombre como siempre, “vi pasar una sombra por la ventana, muy rápido”, “Ay, mi amor, ¿y si te tomas uno de los tranquilizantes de tu mami?”; recordó la expresión serena del andino, su tono suave: “imagino cómo se siente, pero quisiera que me contara lo que pasó.” Gladys recordó también que el carillón de pared de la sala anunció inútilmente las dos de la tarde.

La voz del detective fue como un hilo que la condujo de nuevo a la realidad: se reconoció en los espacios de su casa, abarrotada de gente, con su cuñado que acababa de llegar de Valencia parado en mitad del comedor, con sus vecinas de toda la vida tratando de encontrar los medicamentos de su madre, con el P.T.J. sentado en el sofá y dos agentes más en el balcón, pero era su casa, estaba segura. También podía organizar los hechos con más claridad: la visita semanal de La Nena: “Gladys , tienes este cuarto lleno de polvo, eso le hace daño a mamá. Con esa lentitud tuya no se puede. No, niña , yo no tengo estómago para limpiar esa escara, tú eres la que sabe de eso. Dile que se calme, que me vuelve loca con esos gritos! ¡Pero cámbiale esa sábana! ¿Donde está el Gerdex? Yo lo busco, si vamos a esperar que tú vayas no se termina nuca.” Y el Gerdex estaba en el armarito del balcón, y hacía falta montarse en el banquito para alcanzarlo, y La Nena llamó a gritos, pero los gritos de la demencia son más obstinados, más urgentes que cualquiera, no dejan lugar para otros gritos.

  • Yo no sentí nada, yo estaba atendiendo a mamá. Ella grita todo el tiempo, y cuándo se le hace el aseo, grita más. La Nena fue a buscar el antiséptico para la escara, y después la vecina empezó a tocarme el timbre… fue cuando me dijeron. Yo no sé, no sé qué pasó…mi hermana…
  • Entiendo, señora Gladys- dijo el P.T.J.- Todo indica que perdió el equilibrio y cayó, con la mala suerte que fue hacia la baranda, que es muy baja. Hay muchos trámites que hacer, por las circunstancias del deceso. No se preocupe, su cuñado puede hacerlo solo. ¿Usted tiene quien la acompañe hoy?
  • Señora Gladys, los policías ya no son como los que usted conoció- dijo Oneida. Lo que debe de estar afuera es la misma gente de las O.L.P. Mi mamá es de la Cota Mil, señora Gladys, esa gente entra sin importarle nada, no importa si eres malandro o no, ellos disparan. Simplemente entran y disparan.

Una mota de polvo corría por las rejillas del extractor como una pelota de pinball  casi ingrávida, se enredaba temblorosa con la costra de polvo del pequeño enrejado, se liberaba y volvía a tramarse con la mugre de la rejilla. Apenas un chorrito de aire podía salir por la toma. El aumento de la temperatura y de la humedad espoleaba el olor producido por la colonia de chiripas tras las cajas de cartón; hacía al calor grotesco y repugnante a la humedad. César nunca había observado en detalle la decadencia del amarillo de las paredes; no solo eran las manchas de humedad, la pintura se había degradado, adquiriendo una opacidad que resaltaba más el sucio, se hacía una con el color de las carpetas de manila que habían ido a envejecer sobre los archivadores y parecían escamas de la pared. “Hace calor”, dijo sin darse cuenta.

- A ese extractor no le hacen mantenimiento desde que se fue el loco Zamora- respondió Troncone- pero de calor no nos vamos a morir , Don’t worry.
  • ¡Carajo, pero alguna vaina tenemos que hacer! 
  • Y ¿qué vamos a hacer, Cesar? - respondió Oneida- ¿Vamos a forzar la puerta  esa y vamos a enfrentar a los tipos con las manos?
  • - Yo no sé ustedes- advirtió Troncone- pero yo, no me voy a dejar matar.
  • ¿Y si trancamos la puerta con los archivadores?- preguntó Oneida mientras intentaba inclinar un poco uno de los muebles para calcular su peso. La maniobra resaltó los músculos de sus piernas y desencadenó toda la firmeza de sus glúteos contra el vestido ajustado. César se reprochó profundamente el haberse abstraído de las circunstancias para entregarse, como todos los días laborables, a la extática observación de Oneida ¿Cuántos años habían pasado desde el primer día? ¿Por qué jamás había reunido el valor para decirle nada? ¿Alejandra? No, hacía tiempo que Alejandra no contaba. Era él.  Era el pánico que embargaba a las palabras adecuadas y las ponía en fuga cuando ella estaba cerca. Se vio sorprendo por su mirada cuando Oneida terminó la maniobra y volteó hacia él, se sintió descubierto y avergonzado. “Eso puede que los demore un poco en entrar la puerta, pero no los va a detener, además - balbuceó, para tratar de verse natural.

  • Es mejor eso que nada, Cesar- respondió Oneida.

  • Ella tiene razón my doctor, si no puede empujar por el coñazo, al menos ayude quitando las carpetas de la parte de arriba, hay que mover esto sin hacer bulla, ayúdame Calderón- dijo Troncone, mientras se desabrochaba los puños de la camisa.


Troncone y el mudo Calderón tomaron el primer archivador desde la base para llevarlo hasta la puerta. Era un mueble metálico pesado, capaz de hacer un escándalo al menor golpe contra otra pieza de metal, por lo que el traslado era lento y trabajoso. Durante el breve recorrido la gaveta superior casi se sale y va a dar al suelo, pero Oneida fue muy rápida y saltó sobre ella a tiempo de evitar el ruido, de forma que estaban los tres sosteniendo el archivador cuando escucharon el disparo, fue uno solo, aislado. Todos pensaron nuevamente en Carmenhemberg.

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