En Caracas de 8 a 5 Cap. IV. El misterio del cuarto amarillo. Luis Garmendia

Capítulo IV

El misterio del cuarto amarillo.



Con el hotel Dallas se había inaugurado, en pleno este de Caracas, un laberinto de alfombra roja,  neón rosado y escaleras imprevistas, infestado de serigrafías en tonos pasteles y pocos méritos artísticos. El sitio introducía novedades  pletóricas de la voluminosa estética de los años ochenta, como camas que colgaban de cadenas asidas a bóvedas  de espejos y neón, esta vez verde esmeralda, o una colección de muebles fijos o bamboleantes, capaces de prefigurar una variedad de posturas para el placer. En el sistema de música ambiental, Rocío Durcal anunciaba su indomeñable intención de casarse vestida de blanco, en un contexto donde ninguno de los presentes podría honrar un compromiso como ese.

El espejo de la habitación ciento uno abovedaba las figuras desnudas de César y Alejandra mientras comentaban los pormenores de la oferta del Doctor Hernández, que lucía como la única opción capaz de hacer posible su matrimonio en el corto plazo. Los argumentos de Alejandra atravesaban el entendimiento de César como a una gelatina, porque no podía atender más que al reflejo del cuerpo de su novia, redundando en la serie de espejitos de la bóveda; su belleza le resultaba inexplicable, para una mujer dispuesta a ser su pareja. Se sabía irremediablemente retraído y jamás había ejecutado una aproximación seductora; si en ese momento se acostaba una vez más con Alejandra, era porque ella había decidido besarlo, hacía más de un año, cuando quedaron solos en el bufete donde trabajaban como asistentes.
- ¡Hey, loquillo! ¿Me estás escuchando?  No te quiero forzar, quiero que te sientas bien, que nos sintamos bien- le dijo y acarició su rostro
- Yo estoy claro, yo estoy claro, tranquila. Lo importante es casarnos. 
- Mira, vamos a ver que nos dicen las cartas. 
Alejandra  se levantó y caminó hasta la mesita en la que había dejado su cartera, de donde sacó una bolsita de terciopelo violeta y extrajo un mazo de cartas, luego se lanzó a la cama boca abajo, justo al lado de César.
- Alejandra…¿las cartas?

Alejandra se llevó el dedo índice a sus labios, ordenándole silencio, en el marco de la sonrisa pícara que podía hacer naufragar cualquier intento de resistencia. Una esfinge sobre una rueda dorada, seguida por una comparsa, formada por un hombre a caballo, un emperador que sostenía un símbolo fálico, y quien parecía ser su consorte, daban, según Alejandra, el dictamen definitivo: Era necesario aceptar inmediatamente; había que darle un golpe de mano al azar, según un revoltijo de razones que involucraban la audacia, la inminente y sicalíptica felicidad de la pareja, la responsabilidad y el liderazgo.

César la abrazó y sintió el efecto inevitable de acariciar esa piel, cuya textura y aroma rebullían su sexualidad de inmediato. Alejandra no respondió a la nueva convocatoria sin antes decir: “me molesta que no tomes en serio esto; la astrología es una ciencia y el tarot es saber milenario”. En ese momento, Cesar no le dio mucha importancia al comentario y volvió a sumergirse en su cuerpo. Cuando abrió los ojos, vio una serie de figuras imprecisas moverse como peces opacos y perezosos en aguas rojizas, de donde emergía una forma enorme y tosca que poco a poco se fue transformando en la cara de Troncone: “ aquí, viene, aquí viene, está devolviendo en sí”, anunció Troncone  a todos en el cuarto. Se sentía inmerso en un rumor indescifrable, desde el que se asomaban palabras sueltas como herido, pobrecito, Dios, permítenos, fractura, Marino, agua, inmóvil, amén; poco a poco logró centrar los ojitos saltones de Troncone en su rostro, reconocer las paredes amarillas con sus manchas de humedades movedizas y la pregunta de Oneida: “¿estás bien, Cesar?”

-¿Qué pasó?- Preguntó, mientras trataba de incorporase.
- No te pares my doctor, que el coñazo fue precioso- le dijo Troncone mientras lo contenía suavemente.
- Parece que es un asalto, respondió Gladys desde una esquina disponible entre los archivadores, sentada en una caja que le había procurado el mudo Calderón.
- No, Gladys, esto es otra cosa, aquí no hay nada que robar- respondió Oneida, cuyas piernas en posición de loto habían venido albergando la cabeza de César, desde que los hombres armados los encerraron a todos en el cuarto amarillo y lo arrojaron, incosciente y sanguinoliento, a los pies del grupo.

Troncone se puso de pie, respiró profundamente, se paró en el centro del cuarto con el mentón ligeramente levantado y expresión severa, entonces estiró sus brazos con las palmas apuntadas hacia los presentes, como si estuviese a punto de comenzar dirigir una sinfonía de Mahler: 

- Señores, la situación es la siguiente: aquí han penetrado al menos dos hombres fuertemente armados, no podemos ponernos a adivinar qué es lo que quieren, ni podemos saberlo porque aquí no se escucha nada de lo que pasa afuera. Les voy a pedir que mantengan la calma y esperemos la intervención de las autoridades pertinentes. esto es un centro comercial concurrido y ya deben haber tomado cartas en el asunto. Lo fundamental es no perder la composición, estar en calma…
-¡La compostura, coño!- gritó Carmenhemberg, sentada al lado de la puerta metálica, con su cola de caballo completamente despeinada y con el rostro ennegrecido por el aluvión de lágrimas y maquillaje que se le había estado viniendo encima desde el inicio del asalto- ¿Es qué tu crees que va a venir SWAT o el F.B.I, gafo? ¡Lo que va a venir es el mismo grupo de locos ha llegado a todos los secuestros, se caen a plomo con los malandros y no queda nadie vivo en esta vaina! ¡Nos van a joder a todos! ¡Y habla bien, coño!

-¡Cónchale! ¿Por qué no se quedan callados a ver si se van?- dijo Gladys con la expresión de de tristeza y fastidio que era lo único que le dejaba el mundo cada vez que la embestía. Desde esos párpados caídos, su mirada flotante atestiguaba siempre, también desde esquinitas perdidas en salones, los rituales escénicos de su hermana, la nena  Acuña, su inevitable y trágica compañía a todas las fiestas de su juventud, unos cincuenta años atrás. Mucho más hermosa que ella, extrovertida y de una ridiculez que la animaba a asumir cualquier protagonismo a la mano, “La nena” era la principal atracción de las reuniones: “Es que La nena es tan simpática, bellísima, ¡tan animada ella!, y esos vestidos de La nena, tiene un parecido con Sarita Montiel…¿y vas a venir con La nena, no? “

La preparación para la salida se apegaba siempre al mismo guion: Gladys lista y esperando, mientras La Nena llegaba a sala y estallaba en un arranque de malcriadez porque encontraba algún detalle insatisfactorio en el vestido que su tía había bordado espléndidamente, lo que ameritaba un último arreglo angustiado por parte de la habilidosa señora; luego un “¡mija, maquíllate un poco mejor!”, severamente dirigido a Gladys, y finalmente, el estruendoso recibimiento al caballero que las acompañaría esa noche, a quien obsesivamente advertía: “¿Te dije que Gladys viene, no? Tú sabes que yo sin ella no voy a ningún lado.

El galán de turno esa vez  era Otero; un joven optometrista de un metro ochenta de estatura, que resultaba sorprendente en la Caracas de 1953, ojos verdes y tez morena: un sujeto premonitorio de las tipologías que las migraciones europeas estaban por inaugurar en Venezuela. También todo un caballero, con el tacto necesario para leer la incomodidad de Gladys e intentar hablar con ella desde su espejo retrovisor a lo largo del trayecto hacia el hotel Ávila, aunque incapaz de sortear las interrupciones de La Nena, que empujaban la conversación a cualquier  lugar lejano de la que comenzaba a entablarse y, sobre todo, lejano a Gladys. El tema del soberbio vestido bordado en fantasía, diseñado por una inexistente modista francesa a quien solía atribuir las creaciones de su tía, gobernó la tertulia con mano de hierro hasta el final del viaje: las fatigosas sesiones de prueba; el indescifrable acento de la madame, que entorpecía las pruebas hasta la desesperación; el ritual de selección de las lentejuelas; las expectativas de Mildred Pittaluga y sus amigas por ver cómo le luce puesto.

Algo de desfile en alfombra  roja tenía la llegada al hotel Ávila; Wallace K. Harrinson había diseñado un hotel que aprovechaba al máximo el clima y la vanidad caraqueña: el carro hacía fila a lo largo de un frondoso jardín, hasta llegar a la escalinata de acceso, bordeada por faroles de sobria luz amarilla, cuyo reflejo destacaba el brillo del piso de damero de la entrada a la recepción. Unos 17 grados centígrados favorecían el revoloteo de chales en crochet y pedrería, en medio del olor a bosque tropical y los desmesurados fogonazos de los equipos fotográficos, a través de los cuales navegó La Nena hasta alcanzar al cardumen presidido por Mildred Pittaluga, que se alistaba a entrar al salón.

El alboroto de la recepción fotográfica y las loas al vestido, que ya había sido bautizado como fantasía en rosa, hicieron que La nena se olvidara un poco de Otero, quien encontró en Gladys una grata compañía y en los alrededores de la piscina una ambiente más calmado para la conversación.

- Me dice tu hermana que estás estudiando bachillerato.
- Bueno empezando, mamá no quería.
- Siempre es bueno, no creo que esté reñido con ser una buena mujer.
- Eso dicen.
- ¿Y qué te gusta hacer?
- Esto no. Venir a estas fiestas, no.

Otero encontró en el hastío de Gladys una sinceridad muy exclusiva en el contexto, y se sintió cómodo para hablarle de su pasión: las lentes de aumento.  Comentó fervorosamente cómo su oficio había sido uno de los pocos puntos de iluminación durante la edad media, cómo prácticamente había cambiado al mundo al extender la vida laboral de los artesanos y técnicos, permitiendo mayores acumulaciones de experiencia; se sintió ingenioso cuando le dijo que tanto mérito debía concedérsele a la invención de la lente de aumento como al la de la imprenta, pues todos los libros necesitan lectores, y poco a poco, fue interesándose también por saber acerca de ella, que tan pacientemente había comprendido su entusiasmo, y hasta le había preguntado sobre algunos detalles de su profesión.

Ya Gladys tenía cierto tiempo hablándole sobre su interés en estudiar administración cuando, en una pausa de la orquesta, se escuchó una petición secundada por varias voces masculinas: “¡Que cante La Nena!” Entonces  Fantasía en rosa se hizo visible en la tarima y una voz aguda e incompetente entonó: “Sireniiiiiita, tu boquita delicada, tan chiquita y tan callada, ha nacido para amaaaaar”, mientras una ronda de caballeros, más interesados en la lejana posibilidad de retirar Fantasía en rosa del cuerpo de su portadora que en sus posibilidades líricas, discretamente pedía silencio en la sala a las pocas personas ajenas de  lo que amenazaba con convertirse en un recital. Entonces, la canción dio un giro inesperado hacia un crescendo súbito que la intérprete burlaba bajando arbitrariamente varios tonos, pero que le servía para adoptar una expresión dramática, como de inocencia sorprendida por la petición de un beso ,tal como podía leerse en las entrelíneas de la letra. En este momento, que era también el de mayor descalabro de afinación, los dos hombres más desfachatados, o quizás más optimistas, lanzaron sendos gritos de bravo. Estos excesos descomponían a Gladys, y su conversación con Otero le había hecho sentir la confianza para comentarle por primera vez este desagrado a un extraño, pero cuando intentó hacerlo se percató de que Otero la animaba a acompañarlo desde el círculo de hombres que aplaudían. 

-¡Callándose la boca no se va a ningún lado, Sra ! ¡No se van a espantar porque nos quedemos callados, coño! ¡Son todos tarados!-  gritó Carmenhembergh y comenzó otro episodio de llanto sin control, el mudo Calderón le lanzó un graznido de advertencia y acarició la cabeza de Gladys.
Quiero sentarme- dijo César, quien ya podía ver con foco y escuchar con claridad.
-¿Seguro que puedes? preguntó Oneida, y fue cuando Cesar se percató de que había descansado su cabeza en sus piernas durante su desvanecimiento. En ese instante, se hizo consciente de la temperatura de su cuerpo y la suavidad de aquellos muslos humedecidos por el sudor e inexpugnables a los años. Tuvo una intensa sensación de vergüenza  porque creyó que  el  segundo de toma de consciencia había sido larguísimo, y que todos habían podido leer su pensamiento. La voz de Oneida lo trajo a la realidad.
- Los tipos entraron cuando estábamos abriendo la puerta, yo vi dos. No sé si son más porque entre lo rápido, el susto y la angustia por el golpe que te dieron, todo se me hizo muy confuso. Nos encerraron aquí y no ha vuelto.
- La verdad, ni sabemos si se han ido- respondió Troncone, con la oreja pegada a la puerta metálica. De repente, ya robaron y se fueron.
- ¿Robar qué, Troncone? -preguntó Oneida- ¿Nuestros pedazos de celulares y tres computadoras viejas que hay en la notaría? Esa gente entro por otra vaina.
- ¿Y si se estén escondiendo?- dijo César mientras palpaba su herida, burdamente vendada con la bufanda de Gladys.
- ¿Escondiendo de quién, Cesar?
- No sé, Oneida, de otra banda, esos tipos viven cayéndose a tiros entre ellos en El Guarataro, no sé, trajeron la plomaza hasta aquí, que se yo.
- ¿Y si es de la policía?, ¡Dígame si es que  la policía los viene persiguiendo y se metieron aquí!- se preguntó Gladys.

“¡Coño!, gritó Troncone desde la puerta y se tiró al suelo mientras se escuchaban una serie detonaciones secas y muy seguidas que se repitieron durante varios segundos. Cuando llegó el silencio, todos estaban tendidos en el suelo; Troncone había rodado al otro el extremo del cuarto, Calderón cubría a Gladys con su cuerpo, Oneida y César eran un solo cuerpo abrazado en el centro de la habitación, y Carmenhemberg  seguía echada a un lado de la puerta, pero ahora reía frenéticamente. 
 -¡Esa vaina fue plomo! -gritó Troncone.
- De bolas que fue plomo, pendejo!- contestó Carmenhemberg entre carcajadas. 

El ruido de la cerradura de la puerta al iniciar su proceso de apertura pareció mil veces más fuerte que el de los disparos de hacía un rato, el sonido les quitó el habla y los petrificó, un muchacho flaco, con los ojos casi fuera de sus órbitas, las fosas nasales totalmente dilatada y los dientes apretados, apareció apuntándolos con una pistola, mientras su compañero arrastraba a Carmenhemberg, tirándola de su cola de caballo y la hacía desaparecer por el pasillo. Cerraron la puerta con llaves. 




Comentarios

  1. Я хочу привітати письменника Луїса Гармендію за цей чудовий роман, опублікований у щотижневих виданнях, так само, як це робив великий Бальзак. Я пристрасний студент венесуельської літератури. Люблячі вітання з України.

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  2. QUE BUENOS RECUERDOS ME TRAEN LAS NOCHES PASADAS EN HOTELES DE CARACAS. EL DALLAS, EL AVILA, EL HILTON Y LOS MOTELES ENTRE VENEVISION Y LA AVENIDA ANDRES BELLO

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  3. Hotel Polo norte en la andrés bello

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