En Caracas de 8 a 5. Cap. III. Cuidado con La Plaza Bolívar. Luis Garmendia.
Capítulo 3.
Cuidado con la plaza Bolívar.
“¡Cuidado con la Plaza Bolívar, que el que se que se para en la Plaza Bolívar, se queda en la Plaza Bolívar!” El grito del jodedor causó una nube histérica de palomas y comprometió la dignidad de la estatua ecuestre, pero apenas distrajo a los viejitos, que se mantuvieron escrutando sus periódicos, como si fueran capaces de leer un segundo código, minucioso y más profundo, disimulado por las líneas evidentes. Quizás también sirvió para acelerar el paso de Carlos y sacarlo de ese ritmo natural que le era inevitable cuando caminaba por el centro de Caracas; una zona que lo llevaba a su niñez: a paseo por casa natal de El Libertador y a su padre comentando cargas libertarias y proclamas bravuconas; a mírele el tamañito de los pantalones, con ese tamañito y libertó a América completa, ¡cualquier pelo e culo canoso!; a visita a la piñatería, helado y a cierre del día dándole cotufas a las palomas de la plaza. La grandeza de un hombre, César, se mide de la frente para arriba; así le dijo algún jala bolas a Napoleón, pero tenía razón, el talento lo es todo, y usted tiene talento, César, y va a ser una vergota. Entonces el viejo sacaba una botellita del bolsillo del saco, se empinaba un trago, encontraba un amigo y se sentaba para siempre en la Plaza Bolívar. La cita de hoy iba a ser con uno de esos amigos, mándame al muchacho, Juan Bautista, que algo se le consigue para que empiece.
Algunas cuadras hacia el norte de la plaza, en El Mesón de Caracas, lo esperaba el Dr. José Ángel Hernández, un hombre enorme, parapetado tras un pescado enorme: un pargo poché que acababa de ser servido muy protocolarmente. En una mesa cercana a la barra, con la corbata introducida en el interior de la camisa, para evitar salpicaduras y el botón del cuello desabrochado, enfrentaba el pescado como un ballenero a su presa rendida.
-Dr. Hernández, buenas tardes.
-¡César, muchacho! ¡Qué cambiado estás!
Hernández comenzó a levantarse de su silla y la geografía del restaurant a sufrir una modificación cataclísmica: la luz que provenía del salón principal se derrumbó a sus espaldas, mientras que las mesas y las sillas se hacían diminutas. Quedó parado frente a Marino, con una sonrisa que se multiplicaba tres o cuatro veces en los pliegues de su papada y los brazos abiertos, como si fuera la crucifixión de la gula, para finalmente, hacerlo encallar en un abrazo sin escapatoria posible.
- Siéntate, hijo. Discúlpame que haya ordenado antes, pero este plato tarda y yo tengo una reunión en una hora y media. Pero esto te va a encantar, este pargo lo hacen aquí mejor que en cualquier lado, yo conozco al chef de toda la vida. Señor, si es tan amable, póngale un servicio al doctor, por favor- ordenó suavemente al mesonero, cuidando la pronunciación de cada palabra y deteniéndose en cada pausa, con una amabilidad viscosa. Te decía lo del chef, Manolo, porque en este momento estaba pensando en tu padre; veníamos aquí con frecuencia y Manolo nos hablaba mucho de cómo se estableció en Venezuela. Solía decir que en Caracas, por un buen tiempo, se hizo la mejor paella del mundo, porque era posible importar los mejores ingredientes, y se tenía un arroz superior al de Franco en ese momento. Adicionalmente, vino mucha gente que sabía cocinar muy bien: ¡la combinación perfecta! Pero cuéntame, hijo, cómo está tu padre, casi no pude hablar con él cuando me llamó, por favor, hazle llegar mis más apenadas disculpas, ¿sigue en la fiscalía?
- No. Le salió la jubilación hace dos meses.
- ¡Ah caramba! ¿Y le ha afectado?
- No lo creo, está tranquilo, sacando sus crucigramas.
- Juan Bautista es un hombre muy culto, y puedo decirte que sabe más de derecho que muchos abogados. ¡Que lástima que no quiso graduarse! Me dijo que tú lo habías hecho con honores.
- Sí, Cum Laude.
- ¡Esa inteligencia es de familia! Bueno, vamos a ir al punto, para después hablar tranquilos. Te conseguí una oportunidad en una notaría. Eso sí, es para empezar mañana mismo.
-Gracias, doctor, en verdad , muchas gracias. No sé si mi papá le comentó que yo estoy en la búsqueda de algo medio tiempo, para poder hacer la maestría en derecho penal.
- Mire mijo, lo que me dijo es que usted se quiere casar. ¿Es así?
- Sí.
- Entonces, lo que necesitas es una base económica sólida, y no vas a conseguir ahora un trabajo mejor que este. Como sabes, un porcentaje de lo recaudado se asigna al personal; imposible con tu experiencia actual conseguir una remuneración mejor. Después que te salga el nombramiento, ves lo de la especialización- sentenció, y dejó caer su arpón sobre el lomo de Moby Dick.
- Se los tragó el mar…el mar prendido en candela. Era un gringo loco que se murió salvando vidas de venezolanos. Un héroe, digo yo. Ese día yo no lo acompañé porque ... – Troncone estuvo en silencio por unos segundos, incapaz de esquivar ileso ese rescoldo personalísimo del incendio de Tacoa.
- Pero ¿él era su papá?- preguntó Carmenhemberg, básicamente por no saber qué decir frente al repentino desfallecimiento de la euforia empecinada de su interlocutor.
- No. Mi papá trabajaba para él en la Electricidad de Caracas y me llevaba mucho a su casa, le hacía también trabajos personales. Mr. Kee se encariñó conmigo, me empezó a llevar a las prácticas del grupo de rescate, que era su pasión y claro, me enseñó toda la parte del inglés.
- Y usted es bilingüe…
- Of course, I am, y precisamente es el conocimiento que me está permitiendo dar el salto a la empresa privada. Ese y toda la parte del manejo de la formalidad en los procedimientos. Lo que pasa es que la empresa privada es muy buena para hacer las cosas rápido, pero se saltan el orden de los procedimientos, que sería mi aporte. Yo voy a hacer el management de toda la parte de la mensajería, en esas empresas hay mucha informalidad; yo he ido a entregar mensajes y cuando lo entregas, te ponen un sellito y ya, hacen falta formatos, recursos para documentar toda la actividad, documentar y archivar. Por cierto, me falta enseñarte un área crucial, ven ahora antes de que abramos.
Troncone condujo a Carmenhemberg hacia el final de la notaría, donde estaba la oficinita de César, dio un golpecito en su escritorio que sabía lo sacaría de la concentración en el documento que empezaba a revisar, siguió de largo hasta la pared final del pasillo y se volvió hacia la muchacha.
-¿Cualquiera cree que la notaría acaba en este pasillo, ¿verdad? Pero no; esta oficina la diseñaron unos locos. Mira- señaló a su izquierda y Carmenhemberg se percató de la de que el pasillo tenía una muy estrecha continuación tras una curva en noventa grados. Ambos tuvieron que caminar de lado los pasos necesarios para atravesar la prolongación- Este espacio se compró en la administración del loco Zamora, que era el notario anterior, a la tienda de atrás. Él insistía en que hacía falta un cuarto de archivo principal; la gente de la tienda de al lado no quiso venderla para hacerlo, y la opción que quedó fue comprarle un pedacito a la tienda que da a la parte de atrás de la notaría. Como en el medio de las dos hay unos elementos estructurales que no se pueden derribar, bueno hay que comunicarse por este pasillito, a alguien se le ocurrió hacer esta misicurva.
- ¡Qué fue lo que hicieron?
- La misicurva esta pues.
- Y ¿qué es eso?
- Esto, una media curva.
- Semicurva, masculló Carmenhemberg.
Los tres metros oscuros y angostos recordaron a la pasante el día que descubrió su claustrofobia, calada en una miríada de japoneses inamovibles e inmunes a la estrechez sin ventanas de los pasadizos interiores de la cúpula de la Basílica de San Pedro. Habían recorrido nueve mil setecientos veintiocho kilómetros para rodearla, disputarle la soga que sirve como único agarradero en la escalera en espiral, convertir el preciso equilibrio entre cálculo y sueño de Miguel Ángel en el metro de Tokio y convencerla de que no existía un solo centímetro cúbico disponible de oxígeno. Comenzaba a reproducir aquella sensación de opresión sobre su pecho cuando el pasillo se ensanchó bruscamente ante una sólida puerta de metal que, a juzgar por el esfuerzo de Troncone para abrirla, debía de ser muy pesada. Conducía a una habitación sin ventanas, de unos treinta metros cuadrados, cuyo espacio se reducía considerablemente por los archivadores y las cajas que agotaban las paredes, pintadas de un amarillo ocre y mugroso. Una pequeña abertura de unos treinta centímetros por lado, obturada por una rejilla metálica tapizada en polvo húmedo y compacto, tramitaba la única circulación de aire disponible al cerrar la puerta. Sintió que el aire viciado poco a poco la absorbía, penetraba hasta sus pulmones e instalaba dentro de ella un olor entre acre y rancio, que le recordó cuando descubrió horrorizada una colonia de chiripas en el sótano de su abuela.
- Te va a costar abrir la puerta. El Dr. Zamora como que creía que esto era un banco; mandó a poner esa puerta a los meses de construida la ampliación, nadie sabe para qué, porque aquí sólo hay papeles. Lo bueno es que no vas a tener que venir casi nunca; esto es archivo muerto.
Al otro lado de la “misicurva” de Troncone, César observaba entrar a Oneida una vez más; un ritual que había cultivado a lo largo de doce años, como un devoto cristiano, arrobado por el poder del Espíritu Santo que el pastor proyecta sobre los fieles de la primera fila. Recordaba, como cada día, la primera vez que la vio entrar a la notaría, en compañía del Dr. Zamora, envuelta en un vestido rojo ajustado que prologaba todas las maledicencias de las demás habitantes de los escritorios chiquitos.
- César, lo que pude traerte fue un café con leche muy clarito. No quisieron venderme leche caliente, la que tienen la están usando sólo para el café.
- Gracias, Oneida. Un cafecito no me va a caer mal.
- Claro, tómatelo tranquilo. Te compré galletas también.
- ¡Oro en polvo!, ¡Gracias!
- Me gusta verte comer galletas, pareces un carajito. ¿Y Troncone y la chica nueva?
- Están en el archivo muerto, Troncone le está haciendo el tour completo. No sé cuál es la necesidad de conocer personalmente el archivo muerto.
- No la hay- Dijo Oneida secamente y con una expresión de desagrado, como si en lugar de un sorbo de café, hubiera tomado un líquido ofensivo. -Voy a dejarles aquí sus cafés, ya es hora de abrir.
Oneida caminó hacia la puerta, tongoneando viejas glorias, que para César tenían la frescura de siempre, de su primera entrada con el vestido rojo, de ese día en que le sonrió generosamente y él no supo qué hacer; cómo nunca ha podido saberlo en cada día inútil para hacerse un hombre convincente, para facilitarse una salida ágil de su escritorio y abrir la notaría de una buena vez. Siempre era estar atrás de ella, como si la simple tarea de abrir la puerta requiriera de su asistencia inadvertida y tardía. Era sonreírle a nadie y acomodarse como un segundo anonimato atrás del anonimato de Oneida. Nunca antes había sido escuchar los graznidos frenéticos de Calderón en un revoloteo cegador, ni ver a Oneida hecha un montón de pelos y gritos viniéndosele encima, nunca había sido ver a Gladys sentadita y gritando en su silla, ni las armas, ni las caras flacas y rabiosas, nunca fue escuchar los gritos, ¡métete, métete , que te doy un tiro!, nuca fue ver venir el golpe en la frente y que todo se borrara en tonos rojizos.
"los brazos abiertos, como si fuera la crucifixión de la gula"
ResponderEliminarESTOY COMO EN NETFLIX ESPERANDO EL PROXIMO EPISODIO
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