En Caracas de 8 a 5. Capítulo II Luis Garmendia.
Capítulo II
El fin del mundo.
Finalmente, el teatro había sido inaugurado; durante su construcción, los cristales del apartamento temblaban a un ritmo que permanecía en la mente y en el cuerpo incluso durante la noche, la casa se sumergía en un polvillo imbarrible, una variedad de bramidos del bestiario mecánico entorpecía todas las conversaciones, y poco a poco, la demencia incipiente de la madre de Gladys, lograba pergueñar un motivo para anunciar el fin del mundo. Gladys no estaba segura de comprender bien la importancia que esa obra tenía para la ciudad, como no descifraba para qué podían servir esas especies de periscopios enormes que se elevaban sobre ella y constituían ahora el elemento central del paisaje en su ventana; eran un espacio muy pequeño para albergar algún espectáculo, innecesariamente alto para ser una oficina, con ventanas orientadas hacia donde el paisaje citadino era más breve. El arte es raro.
Lo que sí le resultaba muy claro, es que la zona se había hecho mucho más transitada y compleja, sobre todo en la noche, el teatro Teresa Carreño y el nuevo ateneo organizaban una invasión de luz y concurrencia capaz de prorrogar la agitación del día por unas cinco horas más. La gente no solo era mucho más numerosa, también más variada: jóvenes estudiantes, formales huéspedes del cercano Caracas Hilton, gente de teatro, señoras vestidas para la noche de concierto, pintores, aficionados y consagrados de las letras, los artesanos de siempre, vecinos. Los Caobos era ahora otro punto de referencia en la vida nocturna de la optimista Caracas.
Fucho Márquez había quedado en verse con Gladys en las cercanías de la Galería de Arte Nacional, a unos metros del teatro y el ateneo. Desde ahí, Gladys vio definirse su silueta, como si fuera un pedazo de luz que se iba separando del bullente haz del gran centro cultural: sonriente, el cabello plateado y extraordinariamente lacio, la nariz perfilada, menudo, no muy alto, quizá un aire a Mastroianni. Sobre él, un gran cartel anunciaba la próxima visita del Preservation Hall Jazz Band, a su derecha, un grafiti admonitorio: La cultura mariquea.
- Disculpa la tardanza, encontré a unos amigos.
- Uno de ellos te dejó pintura de labio en el cuello.
- Vamos, vamos, tengo el Jeep parado por aquí.
Gladys hizo la observación de la marca de pintura como un mero gesto burocrático, pues lo sabía seductor y lo intuía imposibilitado para la monogamia. Además, Fucho era un erudito y un sibarita cosmopolita, con una variedad de apetitos intelectuales y sensuales que ella se sabía incapaz de satisfacer. Sabía también que, por alguna razón, había decidido permanecer vinculado a ella desde hacía más de cuatro años, y que guardaba escrupulosamente las buenas maneras de un novio formal, con visitas a su madre incluidas. Desconocía por completo la causa por la que Fucjo regresaba a puerto regularmente, y eso no le preocupaba porque jamás se propuso seducirlo de ninguna manera; ella simplemente había actuado con absoluta autenticidad, desde la primera vez que lo vio. Los presentó su cuñado, que también participaba en los grupos literarios a los que asistía Fucho.
- Gladys, él es Fucho Márquez: el hombre que va a curar tu ronquera. Es otorrinolaringólogo.
- ¡Ay, Dios!, atinó a decir Gladys, muy poco acostumbrada al efecto de un par de copas sociales, y abrumada por el intento de atinar el significado exacto de esa especialidad, cuyo nombre le resultaba familiar solo por lo largo.
- No padece ronquera alguna, Armando- diagnosticó de inmediato Fucho- tiene una voz ronquita muy hermosa.
Ese diálogo inició una historia de citas quincenales con un programa variado de cenas, cafés, visitas a la madre de Gladys, cine y sexo; esa noche sería de cena. La inquebrantable caballerosidad de Fucho encomendaba a Gladys la escogencia del sitio, que solía circunscribirse a una opción gastronómica sencilla.
- ¿A dónde vamos hoy?
- ¿ Te parece a la Pizza Royal?
- ¡Caramba, nuevamente italiano!
- ¡Ay Fucho, a mi no me gustan mucho esas cosas, y no como así, exagerado, como el pato de la china de la vez aquella.
- Pekinés.
- Bueno, ¿eso no está por allá , pues? Claro, si tú quieres vamos a otra parte.
- No, por favor. La Pizza Royal estará muy bien. Ven, dejé el jeep por allá.
El trayecto desde el Teatro Teresa Carreño hasta el Boulevard de Sabana Grande podía cubrirse en unos quince minutos, pero la impericia de Fucho como conductor, le obligaba a una velocidad muy baja y una extrema prudencia que lo demoraban mucho más. Aunque solía permanecer callado al conducir, esa noche su silencio estaba enmarcado en una expresión muy pensativa, que produjo cierta inquietud en Gladys.
- ¿Te pasa algo?
- No, en lo absoluto, para nada. Es que quiero hablarte de algunas cosas, pero sabes que no me gusta distraerme mientras manejo. Si no te importa, lo conversamos en el restaurant.
- Claro, no te distraigas, que tú no eres muy ducho.
- ¿Perdón? – interrogó Fucho y su gestualidad se endureció.
- Nada, nada, que conversamos allá.
El Boulevard era la consecuencia superficial de la primera línea del metro de Caracas y sustituía a la antigua Calle Real de Sabana Grande; se extendía luminoso, como un dragón chino, a lo largo de varias cuadras en las que se sucedían cafés, restaurantes, librerías y lo mejor de las tiendas caraqueñas. En el extremo este, se ubicaba el Centro Comercial Chacaíto, con el único estacionamiento de la zona lo suficientemente espacioso como para que Fucho lograra aparcar sin mayores contratiempos; desde allí comenzaron la caminata hasta la Pizza Royal.
- ¿Cómo está tu mamá?
- Yo no la veo bien: se confunde mucho y ahora dice que viene el fin del mundo.
- Gladys, tienes que estar consciente de que eso no va a mejorar, por el contrario, va a ir empeorando. Lo que podemos hacer es enlentecer el proceso un poco con la medicación que está tomando.
- ¡Muy gracioso! ¡Voy a tener que aceptar así de fácil que mi mamá se va a volver loca y que no hay remedio…¡no, vale! ¡Algo se podrá hacer!
- Se le pueden dar los cuidados que necesita. ¡Permiso! ¡Pista! ¡Pista! ¡Pista!, urgió una voz gangosa, desde atrás. Fucho y Gladys voltearon al mismo tiempo y vieron a un hombre alto, flaco y andrajoso, con los brazos estirados por completo a la altura de los hombros: era “el avión”, el loquito que regularmente atravesaba varias veces el boulevard, imitando a una aeronave. Los caminantes se separaron por un momento y el avión continuó su viaje, emitiendo un sonido parecido al ruido de una turbo hélice a máxima potencia.
- Cómo te decía, podemos darle todos los cuidados que necesita y, sobre todo, los que va a necesitar. Nos va a hacer falta una enfermera, o dos, porque otra la tiene que cuidar los fines de semana.
- Sí , o mejor tres, pero yo no tengo plata para pagar eso, Fucho.
- Por favor, déjame hablar. Vamos a formalizar esto, vamos a casarnos, yo puedo arreglarlo todo para que tu mamá esté bien cuidada. Yo quiero tu compañía.
- ¡Fucho!- gritó Gladys y sintió una parálisis súbita, un dolor antiguo que la emboscaba tras la puerta de la notaría, al ver el retrato de Fucho en el piso, rodeado de vidrios rotos y semi sepultado bajo capetas.
- Cónchale, mi Gladys, discúlpanos, fue un accidente con una caja que se cayó, no me dio tiempo de recoger tu retrato- se disculpó Troncone. Intentó acercarse a ella, que estaba arrodillada en silencio entre los cristales, como si una carga que hubiese arrastrado por mucho tiempo, finalmente la hubiese hecho caer resignada, incapaz ya de sentir nada. El graznido y la garra que atenazó su hombro, detuvo el paso de Troncone: el mudo Calderón lo estudiaba con la actitud de un ave rapaz a punto de engullirlo, Troncone era un sapo expectante. La mirada enajenada de Calderón, se serenó hasta hacerse de advertencia y apartó al sapo del lugar, luego el mudo se arrodilló al lado de Gladys, le acarició tiernamente el cabello y comenzó a ayudarle a juntar los vidrios.
- Vamos a dejar a esta gente en lo suyo, Carmenhemberg- croó Troncone. Ven para presentarte a Cesar Marino, que acaba de llegar.
La de Cesar era una oficinita resignada, empotrada en un lateral del pasillo que conducía al cuarto de archivo principal, apenas capaz de alojar la silla y un pequeño escritorio de metal con dos torres de papel y un reloj de arena que no se había volteado desde su día inaugural; postulaba que el tiempo es una dimensión innecesaria en una notaría. Solía acomodarse en ella mediante una rutina de encogimientos, elongaciones y pacitos muy precisos que había automatizado a lo largo de diez años, cuando le fue asignado este cubículo provisional, pero esta vez, el temblor de sus piernas, que habían escapado por un pelo a las ruedas del camión, traicionó el procedimiento y le hizo derribar los papeles.
- ¿Qué me le pasa my doctor?- preguntó Troncone con un volumen de voz, ligeramente por sobre el que sería cortés, y que siempre tomaba por sorpresa a Cesar, sobresaltándolo un poco, quizás atemorizándolo. - ¿Está nervioso hoy? Ya Oneida va a traer un cafecito para que nos calmemos, take it easy. La mañana ha estado como rara. Mire, ya mi ida a la empresa privada es un hecho, esta es la muchacha que me va a sustituir, al menos por un tiempo, si no le sale el cargo: Carmenhemberg Hernández.
- Encantada Doctor.
- César por favor, César Marino, un placer, bienvenida. ¿Me dijo que tenemos café por aquí?
- Si es que Oneida consigue en la panadería.
- ¿Gladys no consiguió en el mercado popular del Teresa Carreño? Dijo que iba a ver si conseguía un medio kilo.
- No sé, y mejor no le pregunte. Hace rato se cayeron unas cajas y le tumbaron la foto del novio, está de mírenme y no me toquen.
- ¿Hay un mercado en el Teresa Carreño? –preguntó Carmenhemberg.
- No son fijos, lo han puesto algunas veces, pero hacia adentro, casi no se ven, me parece que los hacen cuando hay actos del gobierno, creo que con las comunas y eso. No sé muy bien como es la cosa, sólo vi una foto de puestos de verduras al lado de las escaleras. Gladys dice que los han puesto un par de veces y que estaba anunciado otro para estos días.
El café iba a tardar en llegar, porque Oneida no soportó el impulso de encender el teléfono de nuevo y representar una vez más la escena de su vida: decirle a ese coño de su madre que hasta aquí llegó la vaina, que no me la calo más, que si tú crees que yo soy pendeja, que no seas patán, que no me llames y ni se te ocurra aparecerte por mi trabajo, que no seas hijo de puta. Oneida no conseguía hombres como Fucho Márquez, tan ateo él y todo, y aun así le había prometido a Gladys una boda religiosa como gesto de aprecio hacia su madre. Cuando la dejó en su casa y manejaba a la suya, sonreía pensando en sus amigos: ¿cómo es la vaina?, ¿que te casas? ¿Por la iglesia? ¡No me jodas!
La cosa iba a parecerse mucho a aquella vez que fue nombrado – como muchas otras veces- padrino de la promoción de bachilleres del único liceo de su pueblito natal y había puesto a punto más o menos el mismo discurso de siempre: un discurso ampuloso. Era mucho mejor orador que eso, pero sabía que el contexto del pueblito requería enterarse de tres o cuatro palabras nuevas, de un exordio exaltado, de una conclusión moralizante; de lo contario, la gente pensaría que el doctor estaba perdiendo condiciones o no se había esmerado. Y la verdad, el discurso habría funcionado muy bien, si dos colegas suyos no hubieran estado casualmente visitando el pueblo, visto el anuncio del discurso en la plaza y asistido a este, sin notificárselo para no arruinar lo que prometía ser una veta explotable durante meses de mamaderas de gallo, como lo fue.
Él mismo no logró contener la carcajada cuando, se disponía a iniciar el narratio, anunciando: “¡estoy hondamente preocupado por…”, y escuchó el grito socarrón: “¡Tronco e preocupación, te la pasas en el Da Sandra!”
Pero la decisión era sensata, tan sensata como sus tías: Rafael Emilio, ya tienes cincuenta y cinco; necesitas a alguien que esté contigo, pero que te cuide de verdad. No una de esas mujeres que te gustan y que son como tú, una mujer que sepa ser mujer, que esté a tu lado cuando necesites algo, que te obligue a verte con el médico, que tú seas médico no te va a salvar de una cosa, que aunque sea pueda levantar el teléfono para llamarnos a nosotras o a una ambulancia.
Aunque el talento sexual de Gladys era innegable y novedoso para él, porque lo abrumaba por explayarse con una fuerza absoluta, sin mediaciones, sin una palabra final, que le diera la oportunidad de devolverla en los términos de galantería, ingenio o erudición en los que se sentía tan cómodo, la decisión había sido racional. No debía angustiarlo, pero algo de inquietud le perturbaba, por eso la meditó con un trago, estuvo seguro de ella y se relajó, hasta que sintió que no podía respirar. Intentó ponerse de pie y llamar a un colega. No pudo. La idea de Gladys a su lado había llegado tarde, no estuvo ahí para pedirle que revisara el dolorcito intercostal que sintió operando, no pudo preguntarle qué te pasa, Fucho, no levantó oportunamente el teléfono para llamar a sus tías o a una ambulancia.
Cuando la demencia empeora, se sabe a gritos, y la madre de Gladys gritó que el mundo se estaba acabando segundos antes de que ella recibiera la llamada que lo corroboraba. La tía le decía que Fucho estaba muerto y ella sintió por primera vez ese dolor absoluto. Se fue a cuidar lo que sería la larga agonía de su mamá, a pensar con quien dejarla y a preguntarse cuántas mujeres famosas iban a estar en el velorio y si sería prudente llorar en la funeraria.
Luis Garmendia.
En este blog narrativo, los diasporizados, y los que no, procuran darse duro al rescate memorioso de aquella Caracas que nunca nadie nos podrá arrebatar. Aquella Caracas cabreada, gozona, gozada, bebida, vivida, celebrada, bonchona y bonchada, rumbosa y rumbeada, aquella Caracas cosmopolita y generosa, erótica y erotizada. Nunca menos, Caracas onírica, Caracas narrativa y narrada, ficcionada...
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